PEDAGOGÍA DE LA RESISTENCIA Y LAS EMANCIPACIONES

Claudia Korol

CUANDO HABLAMOS DE EMANCIPACIONES, no nos referimos a una utopía de futuro, sino a la realidad que es esperanza de sí misma -parafraseando a Paulo Freire. No se trata, por lo tanto, de una esperanza ingenua, sino de aquella que se moviliza para poder concretarse. Hablamos también desde un tiempo y un espacio concretos: la Argentina post-rebelión. Un país que sigue pujando por nacer, y que intenta cuidar y multiplicar lo ganado en las jornadas que imaginaron y propusieron el que se vayan todos, consigna que configura los alcances y límites de nuestro imaginario rebelde. Hablamos desde una práctica teórico-práctica: la educación popular, concebida como pedagogía de la resistencia y de las emancipaciones, de la rabia y la indignación frente a las injusticias, de la rebelión y de la revelación de los nuevos mundos que pugnan por crecer y por forjar relaciones políticas, culturales, sociales, económicas, de género, opuestas a las que reproducen y refuerzan la dominación.

Las jornadas del 19 y 20 de diciembre en Argentina, y la multiplicación de energías que de ellas se desprendieron, permitieron volver a plantear la diversidad de dimensiones emancipatorias de las resistencias, y anunciaron algunas tendencias que -al margen de avances y retrocesos coyunturales- marcan la subjetividad de nuevas franjas de protagonistas sociales y políticos con señales que indican la recuperación de la confianza en las propias fuerzas, la deslegitimación del orden que nos condena, el desarrollo de una nueva institucionalidad que abre paso a la posibilidad de repensar la política, la insinuación de distintas maneras de amasar identidad y proyecto, sobre la base de un esfuerzo colectivo que, al tiempo que sueña el proyecto, intenta construirlo en las prácticas cotidianas, modificando las relaciones de opresión y dominación.

Es parte también de lo ganado en las jornadas de rebeldía, la provisoria victoria sobre el terror introyectado por la dictadura y la impunidad, y el desafío de dar una nueva vuelta en la historia de los vencidos resignificando el sentido mismo de la victoria y la derrota, achicando las distancias entre una y otra, en la medida en que ambas forman parte del camino de creación de nuevos mundos humanizados por la resistencia y los proyectos fértiles que en esta van echando raíces.

Valorizar lo ganado no significa ilusionarse con que esto ya ha sido integrado de una vez y para siempre en la subjetividad popular -ya sabemos que nunca es así- pero implica reconocer que estas experiencias, aun en los momentos en que ese impulso retrocede o encuentra un cierre parcial, han atravesado vivencialmente a millones de hombres y mujeres, especialmente a las generaciones jóvenes que fueron protagonistas fundamentales y activas de la rebelión1.

Desde esta Argentina, laboratorio activo de nuevas relaciones sociales, participamos de la lenta e indeclinable forja de un proyecto emancipatorio que va incubándose en las renovadas prácticas populares de los oprimidos y oprimidas, y que se hace a su vez de diferentes emancipaciones. Emancipaciones respecto a las diversas formas de explotación y dominación: política, económica, social, cultural. Emancipaciones como subversión del sentido común, como insurrección de las conciencias y los sentimientos, como cotidiana deconstrucción de las relaciones sociales de opresión, como creación de nuevas formas de encuentro en la diversidad, como invención de territorios de libertad, justicia, dignidad, solidaridad, y como ejercicio de una vida nueva.

Se trata de la lucha individual y colectiva contra todas las opresiones derivadas de una cultura que ha impuesto a sangre y fuego un patrón hegemónico occidental, blanco, burgués, patriarcal, homofóbico, racista, xenófobo, depredador de la naturaleza, guerrerista y totalitario. Emancipaciones simultáneas y sucesivas, que no reconocen fronteras, y que van siendo buscadas de maneras diversas, con diferentes formas de lucha, por amplias franjas de la humanidad, creando en la marcha mundos nuevos que anticipan el nuevo mundo sin explotación ni opresión. Mundos nuevos hechos también sobre la base del levantamiento de los mundos antiguos, de sus identidades y culturas, que algunos creyeron aplastadas por la maquinaria de guerra que impuso al capitalismo como sistema mundial. Insurrección que es posible por la profunda crisis civilizatoria que el capitalismo exhibe en el momento mismo de su apogeo, y por la acumulación de resistencias de los pueblos, que en sus múltiples formas han ido aprendiendo y enseñando, conservando y desafiando, construyendo y creando concepciones propias de la vida y de la muerte.

LA CULTURA DE LA DOMINACIÓN

La cultura de la dominación ha ganado terreno en nuestra subjetividad a partir de la expansión del neoliberalismo como modelo mundial del capitalismo. En nuestro continente, la instauración del modelo neoliberal se sobreimprime en una cultura marcada por el desgarramiento inicial de la conquista.

La conquista y colonización de América promovió la hegemonía de una cultura racista, legitimadora del saqueo de nuestros recursos naturales, de la devastación de nuestros territorios, del genocidio de nuestros pueblos, y de la imposición de una visión del mundo sobre las muchas existentes en estas tierras.

En Argentina, la revolución de la Independencia, inspirada en el ideario liberal y positivista, consolidó a una burguesía criolla que asumió y desarrolló en parte la cultura de la conquista. Un año después de la Revolución de Mayo de 1810, el Cabildo de Buenos Aires tomó una resolución que decía: "No serán considerados vecinos ni los negros, ni los indígenas, ni los mestizos, ni las mujeres" (resolución del 19 de septiembre de 1811 del Cabildo de Buenos Aires). De esta manera, bajo un discurso universal de libertad, se consagró una realidad en la que muchos y muchas fueron segregados del ejercicio de los derechos.

La construcción del país como república liberal continuó con el avasallamiento de los pueblos originarios y con la explotación y exterminio de la población negra. Vale recordar que después de la conquista española, lo que hoy es conocido como la Pampa, la Patagonia y el Chaco, era territorio indígena libre. Es decir, la mitad del territorio argentino era habitado por los pueblos originarios. Es una herida de origen en nuestra identidad el hecho de que la primera modernización de la Argentina -realizada alrededor de 1880- se constituyó sobre la base del genocidio y de la expropiación de Claudia Korol las tierras de los pueblos originarios2 -especialmente en la llamada campaña del desierto- y de la explotación del trabajo y el genocidio de la población afrodescendiente, traída compulsivamente como esclava a América3. Se crearon así marcas en la cultura oficial, que lastiman la subjetividad de los oprimidos: la asociación del racismo con la violencia contra los pobres.

Hasta la actualidad, la fractura entre las clases dominantes y los sectores populares fue profundizando una mirada agresivamente racista hacia las etnias y culturas originarias y hacia los descendientes de pueblos africanos. El mito de la Argentina blanca y europea no sólo alimenta el desencuentro de los argentinos y argentinas respecto del resto del continente latinoamericano y caribeño. También reproduce sistemáticamente el conflicto entre aquellos sectores provenientes de la conquista, o de la inmigración europea, y quienes fueron llamados despreciativamente cabecitas negras4, enfrentamiento que se prolonga hoy en el pánico que algunas franjas de las clases medias, e incluso de los trabajadores, sienten hacia la Argentina plebeya que periódicamente irrumpe en la escena política y social, alterando las relaciones de fuerzas, desafiando las nociones de identidad forjadas en los períodos de aparente calma social, y escandalizando al sentido común construido por la cultura europeizante que promueve la segregación y el ocultamiento de las mayorías.

La cultura de la conquista dejó su huella en la subjetividad popular, instalando algunos núcleos ideológicos que fueron resignificados por las sucesivas dictaduras, y en la última etapa, por la modernización realizada bajo el nombre del neoliberalismo, que se sustentó en un nuevo genocidio -la dictadura de 1976-1983-, y en el despojar a los hombres y mujeres tanto de la tierra como de las conquistas logradas en las luchas obreras y populares del siglo XX. Entre los núcleos ideológicos que con mayor fuerza golpean a los movimientos de resistencia, profundizados por el impacto del neoliberalismo, se encuentran: la cultura de la sobrevivencia, la cultura de la impunidad, la cultura de la exclusión-reclusión. Algunos de los rasgos resultantes de estas culturas superpuestas son el pragmatismo, el adaptacionismo, la desesperación, el cortoplacismo, el inmediatismo y la corrupción.

El proceso de reformas estructurales iniciado en los años setenta y realizado plenamente en los noventa desmanteló la estructura productiva y salarial, que venía acompañada de un conjunto de derechos sociales, y una relativa protección y estabilidad laboral -el 30% de la fuerza laboral argentina se encuentra desocupada o subocupada, lo que representa a alrededor de cuatro millones de hombres y mujeres, a lo que se agrega otro 30% de la fuerza laboral que trabaja en negro-. La cultura de sobrevivencia genera un sistemático chantaje sobre la subjetividad popular.

Los movimientos populares, así como las personas que los constituyen, se encuentran absorbidos en la tarea cotidiana -colectiva e individual- de sobrevivir. Si en décadas anteriores la batalla fue por sobrevivir a una dictadura genocida, sobrevivir en una prisión o en un campo de concentración o sobrevivir en el exilio, actualmente se trata de sobrevivir en las condiciones de miseria extrema, de hambre, de represión contra los pobres, de judicialización de la protesta, de difícil acceso a los servicios de salud, y los problemas que estas situaciones acarrean en términos de depresión, stress y otras enfermedades nacidas del esfuerzo denodado y cotidiano por existir. La exclusión genera los nuevos desaparecidos sociales. En ese terreno se multiplican las desconfianzas, la inseguridad, el miedo, el sálvese quien pueda, la sospecha que descompone a los grupos y los hace fáciles presas de manipulaciones externas y de acciones de disgregación. En las franjas sociales que hoy resisten, el horizonte angustiante se concentra fundamentalmente en la pelea por asegurar la subsistencia del día a día, en niveles que de todas formas están por debajo de las necesidades básicas. El resultado es una lucha despiadada de pueblo contra pueblo, con la consecuente ruptura de valores y quebrantamiento de solidaridades. Los hombres y las mujeres pierden confianza en los grupos que no pueden contenerlos.

De parte del poder, se actúa para reforzar una subjetividad alienada y dependiente, a través de las políticas clientelistas y del asistencialismo, así como de la corrupción y cooptación de los movimientos y grupos populares, con mecanismos que alcanzan hasta la base misma de su constitución. La Organización Mundial de la Salud (OMS), en el año 1997, caracterizó a los efectos de este sistema como catástrofe epidemiológica, señalando que provocó un daño psicológico comparable al de una guerra mundial. La depresión -junto con distintas formas del síndrome de pánico- se convirtió en una de las principales enfermedades.

La crisis de identidad afecta especialmente a los jóvenes5, que agregan al cuadro general de carencias la inestabilidad que surge de las grandes dificultades para acceder al trabajo, la educación, la salud; la presión del tráfico y consumo de drogas, el alcoholismo; el crecimiento del embarazo de adolescentes6 y los abortos clandestinos en condiciones de extremo riesgo, la intensificación de la violencia, del gatillo fácil7 y de la represión, situaciones que dificultan hasta el extremo las posibilidades de elaboración de proyectos autónomos. Otro rasgo propio de la condena de ser jóvenes en Argentina es el incremento del llamado trabajo basura. La mayoría de los adolescentes trabajan a destajo, por sueldos miserables, en pésimas condiciones de salubridad, sin posibilidad de sindicalizarse, sin ningún tipo de cobertura social8. En estas condiciones, se generalizan respuestas que son expresión de violencia sin sentido, así como de un fuerte escepticismo y desesperanza. Asociamos escepticismo y desesperanza con alienación, porque en el contexto actual de carencia o fragilidad de proyectos, los sujetos se desconocen a sí mismos y sus potencialidades les resultan ajenas o son vividas como inexistentes9.

En una sociedad que ha conocido el deseo de emancipación y que lo ha ejercido, que creyó en su fuerza organizada, que cultivó una identidad de resistencia, la cultura dominante trastocó muchas de esas pautas, volviendo a la moderación una cuestión de orden, de disciplinamiento social, de amortización de las deudas políticas y sociales de los poderosos, de amortiguación de las energías transformadoras. El resultado es un movimiento popular afectado por la pérdida de identidad, de valores y de referencias que lo constituían como tal.

La cultura neoliberal nos invita a vivir en un eterno -y efímero- presente, en el que se trata de satisfacer compulsivamente las necesidades y los deseos creados por la maquinaria propagandística, que nos apremia a adquirir los productos descartables de un mercado al que la mayoría accede dificultosamente. El consumismo, estimulado por el sistema para la realización de la producción, es consecuencia de esta cultura de la inmediatez, en la que pierden su sentido el pasado y el futuro. El hombre o mujer consumidores son seres permanentemente insatisfechos. En la lógica actual del capitalismo, todo está hecho para ser destruido mañana, de manera que el proceso recomience una y otra vez, en forma cada vez más rentable.

De diferentes maneras, entonces, la cultura neoliberal cultiva y multiplica la alienación. En los Manuscritos Económico Filosóficos de 1844, Marx planteaba el tema del trabajo enajenado como la negación de la esencia humana. Expresaba que la alienación aparece en determinada situación histórica, cuando el trabajo deja de ser la forma de ascender de lo natural a lo humano, cuando sus productos no le pertenecen y ya no se reconoce en ellos, sino que le son extraños, ajenos. Decía Marx que el trabajo, lejos de servir a las necesidades humanas, se convierte para el obrero en una esclavitud, en una actividad que cumple obligada y penosamente. En ese trabajo se siente fuera de sí mismo, y sólo fuera del trabajo se siente dueño de sí. Paradójicamente, la desocupación genera la sensación de que el hombre o la mujer no se sienten ni son dueños de sí, en ningún momento. Se acentúan los mecanismos por los que ya no pueden identificarse a través de su trabajo, de su producción, de su creación. Se vive penando por sobrevivir, se pierde la autoestima, y se debilita profundamente la capacidad de actuar como seres autónomos. En esta situación, crece la crisis de identidad, se quiebran las solidaridades clasistas construidas durante el siglo XX, pierden credibilidad los instrumentos de organización y representación existentes -como sindicatos y partidos- y aumenta la sensación de indefensión.

La cultura de la impunidad refuerza la vulnerabilidad de los oprimidos y oprimidas, y la impotencia frente a un sistema legitimado no por la razón ni por la justicia, sino por la fuerza y la violencia de los sucesivos genocidios. La vulnerabilidad favorece, en términos más profundos, la identificación con el dominador. En esta perspectiva, algunas franjas de la población refuerzan la identificación con quienes tienen poder, otras se amparan en el no te metás, y algunas desarrollan prácticas de resistencia que reproducen en su interior muchos de los elementos de la cultura de dominación. El efecto devastador de la cultura de la impunidad se traduce en la naturalización de la injusticia en la sociedad, y en cada una de las instituciones, afectando incluso las prácticas de los movimientos populares. En este contexto, crece el discurso del orden fundamentado en la seguridad, y crece la violencia en los ámbitos públicos y privados, con connotaciones de xenofobia y racismo.

Es solamente a través de la acción colectiva, de la resistencia, como se logran superar los estados de enajenación. Para ello es imprescindible fortalecer la dimensión pedagógica de la acción política, que posibilite fundarse no en ingenuos optimismos, sino en la esperanza puesta en la praxis creadora, en las propias fuerzas, en la constitución de sujetos históricos, en la crítica sistemática a la cultura del capitalismo realmente existente que pretende imponerse como pensamiento único, sosteniendo que fuera del mercado no hay salvación. Esta batalla se libra de manera especial en el territorio de la vida cotidiana, contra la penetración en nuestra subjetividad de los valores de competencia, destrucción y victimización que el mercado instala en nuestras vidas, modelando incluso nuestros deseos.

LA RUPTURA DEL SENTIDO COMÚN CONSERVADOR Y LOS MUCHOS SENTIDOS DE LAS RESISTENCIAS

La hegemonía cultural del neoliberalismo busca manipular y modelar un sentido común que se vuelve cada vez más conservador, alienante, mediocre y paralizante. Las batallas emancipatorias tienen un campo de disputa esencial en la creación de nuevas subjetividades nacidas de prácticas sociales que no sólo se propongan denunciar injusticias o reivindicar derechos, resistir o sobrevivir, sino que trabajen todas esas dimensiones desde una pedagogía de insubordinación de las conciencias, sentimientos y sentidos, de crítica del sentido común, de creación de nuevos sentidos posibles de ser incorporados en el imaginario colectivo de los muchos hombres y mujeres, jóvenes, niños y niñas, ancianos y ancianas que son víctimas de un sistema que, junto a quitarles el sustento, les ha expropiado también los sueños.

Ello nos desafía a considerar, desde una nueva perspectiva, la dimensión cultural de las batallas emancipatorias. Se trata de una acción profunda de descolonización, de deslegitimación de la cultura de la conquista, de revelación de los mecanismos de dominación que sostienen y reproducen las culturas de la sobrevivencia, de la impunidad, de la exclusión, y de creación de un horizonte de valores, sentimientos, ideas, teorías, y prácticas que den ejemplo de nuevas maneras de comprender y transformar el mundo.

En esta perspectiva, es mucho lo que han construido los movimientos populares en las últimas décadas, cuestionando con sus prácticas y sus símbolos valores aparentemente inamovibles en los que se sostiene el capitalismo.

Los pueblos originarios, en sus batallas por la tierra y por su identidad cultural, por su autonomía y dignidad, contra la entrega de los recursos naturales a las transnacionales, evidencian la irracionalidad de la ideología de la conquista, y denuncian que la cultura opresora, que pretendió presentarse como civilización frente a la barbarie de las culturas oprimidas, nació y se reproduce con la acumulación de capital sostenida en relaciones sociales basadas en la explotación del trabajo, la muerte, la miseria de las mayorías, la violencia y las guerras.

Los movimientos de derechos humanos han venido horadando la cultura de la impunidad. Las Madres de la Plaza de Mayo han incorporado a la cultura de la resistencia conceptos como el de la socialización de la maternidad. En pleno auge de las privatizaciones, las Madres supieron socializar relaciones que se consideraban restringidas al ámbito de lo doméstico, e inscribieron en el ideario popular algunas ideas fuerza fértiles frente a las múltiples batallas necesarias, como las que expresan sus consignas La única lucha que se pierde es la que se abandona, y Ni un paso atrás. Los H.I.J.O.S. (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) y los Hijos10, con sus escraches, inventaron una novedosa manera de combatir la impunidad, generando la condena social contra los represores, extendida al territorio en el que estos desenvuelven su vida privada, y anunciando con sus consignas la historicidad de las batallas de los pueblos (Como a los nazis les va a pasar/ a dónde vayan los iremos a buscar, o No olvidamos, no perdonamos, no nos reconciliamos).

Las ocupaciones de tierras de los campesinos, de tierras y viviendas de los movimientos urbanos, de empresas quebradas por parte de los trabajadores, mostraron señales de pérdida de respeto frente a la propiedad privada, núcleo fundante del capitalismo. Donde hay una necesidad existe un derecho, sostienen quienes cuestionan el sentido común que legitimó la desigualdad social, la miseria de las mayorías, las múltiples formas de opresión. Los trabajadores de las empresas recuperadas han mostrado no sólo que es posible el trabajo sin patrones, sino que también es deseable, porque al tiempo que se mejoran las condiciones se generan relaciones sociales solidarias, una cultura del trabajo basada no en la explotación sino en la conciencia clasista, y en la cooperación con todos los sectores populares11.

Las acciones masivas del movimiento de mujeres y las iniciativas de las feministas y de los movimientos contra la discriminación sexual han puesto en evidencia la hipocresía de la cultura del patriarcado que utiliza el control de los cuerpos como un territorio en el que se pretende domesticar y disciplinar el deseo y la rebeldía. Los conceptos planteados desde el feminismo, como lo personal es político, o revolución en las plazas y en las casas, ubican un terreno de disputa en el campo de la vida cotidiana, y dan una nueva vuelta sobre el desafío de transformar las relaciones sociales basadas en la dominación y la discriminación.

Los cortes de ruta de los piqueteros y piqueteras inauguraron nuevas formas de resistencia, al visibilizar a los excluidos y transformar sus demandas en un problema que -de no resolverse- caotiza el pretendido orden y la seguridad de quienes se mantienen incluidos dentro del sistema. Al mismo tiempo, estos movimientos desafiaron el lugar decretado para ellos de la no existencia, de su desaparición como parte de la clase trabajadora, reivindicando el trabajo como parte de su cultura de resistencia12, y generando procesos solidarios de puesta en marcha de múltiples formas de organización de la producción. La mayoría de estos movimientos se forjaron y crecieron como respuesta a la desesperación.

Nacieron, concretamente, del hambre. Su aparición, sin embargo, promovió un hecho no calculado ni siquiera por sus protagonistas. Fue un factor de restablecimiento de identidad, e incluso de salud mental, de muchos hombres y mujeres, a quienes la desocupación había afectado sólo en términos económicos y sociales, sino también en su autoestima, y en la capacidad para ser parte de un proyecto colectivo. Así, si la desocupación puede leerse como el mecanismo de generación de nuevos desaparecidos sociales por parte del sistema, la organización y lucha de los piqueteros, su visibilización por amplias franjas que vivían la desocupación como un drama individual y no como consecuencia de una política, permitió aparecer a un nuevo sujeto político.

La trascendencia de este movimiento, aun sin entrar a analizar los modos de organización específicos con que se constituye, fue un factor de recuperación de las capacidades de resistencia, e incluso de las posibilidades de existencia misma del sujeto. Esto cobra una dimensión aún mayor en los pueblos del interior del país (como Cutral-Có y General Mosconi), en los que el pueblo en su conjunto dependía de la empresa (en estos casos, YPF), que fue achicada violentamente a partir de su privatización. Los grupos que han impulsado la organización en estos lugares realizaron el proceso de ser parte de grandes empresas -lo que significa un salario alto, buenas condiciones de educación. Han sido víctimas de las ilusiones que en los años ochenta y noventa se desplegaron en grandes franjas de la sociedad, sobre los beneficios de las privatizaciones y del ingreso de los capitales extranjeros. Tienen por lo tanto una conciencia antiimperialista, y crítica del modelo neoliberal (aunque esto a veces se traduce en una ilusión de que la reversión de esta situación se daría por un regreso al modelo estatista propio de la década del '50, que dio origen al peronismo). Las puebladas de Cutral-Có y General Mosconi conmovieron a muchos hombres y mujeres que aprendieron de ellas, aunque no participaran, la posibilidad de restablecer nexos sociales que se habían quebrado a partir de su salida de la fábrica. Desde entonces se multiplicaron -en particular en el Gran Buenos Aires- y se masificaron los movimientos piqueteros. En estos y otros movimientos populares se ha pasado de la acción meramente propagandística y de movilización a la invención de nuevas maneras de sobrevivir, de educarse, de organizarse, en las que se recrean las relaciones sociales y se desaprenden los códigos que refuerzan el autoritarismo y el verticalismo. Es precisamente en estos espacios de autonomía respecto a la cultura de la dominación en los que crece, como parte de los mismos, la pedagogía de la resistencia y de la rebeldía.

DE LA REBELIÓN CONTRA EL SENTIDO COMÚN A LA GOBERNABILIDAD PRECARIA DEL NUEVO ORDEN

La rebelión del 19 y 20 de diciembre de 2001 permitió ejercer los nuevos sentidos que venían madurando en la Argentina profunda. Durante un espacio de tiempo y lugar -y no para siempre-, fue legitimado en el imaginario colectivo de millones de personas el saqueo a los supermercados como respuesta al despojo cotidiano que sufren quienes quedaron sin trabajo y en muchos casos sin comida. En esas jornadas, fueron desafiados -simbólicamente, con unas pocas piedras y algún fuego- los símbolos que el pueblo identificaba como del poder. El ataque a las instituciones financieras como los bancos, o a aquellas firmas emblemáticas de la cultura neoliberal, como los McDonald's, fue legitimado como respuesta al arrasamiento que estas instituciones realizaron de los recursos y de las posibilidades de vida de los argentinos.

Las movilizaciones frente al Congreso, la Casa Rosada y los Tribunales identificaron la pérdida de credibilidad en las instituciones republicanas. Los escraches a los medios de comunicación, como Canal 13, Canal 11 o Radio 10, identificaron el papel de los mismos como parte de la reproducción del discurso del poder. Los enfrentamientos con la maldita policía13, realizados en las plazas y calles del país, las piedras contra las balas, fueron continuidad de las peleas que cotidianamente sostienen los jóvenes en las barriadas, en las canchas, en los recitales, en los pequeños territorios en los que se expresa su rebeldía.

No había fuerzas políticas organizadas comandando la rebelión -aunque haya habido instigadores en los barrios, punteros que acicatearon diferentes movimientos, grupos que se hayan integrado en esa marea. Pero había un ejercicio de resistencia acumulada en la experiencia y en la conciencia de los muchos hombres y mujeres que encontraron en el que se vayan todos la forma de expresión de la indignación y rabia necesarias para no seguir otorgando consenso a un sistema saqueador.

En ese momento, todos los agrupamientos políticos y sociales preexistentes fueron desbordados. El estallido reveló la potencialidad y los límites de la resistencia, así como la dificultad de los proyectos populares para interpretar los procesos que se cocinan en la trastienda de los movimientos sociales y políticos que, creando nuevos mundos, descreen de quienes se han integrado al mundo existente, es decir, a este capitalismo genocida, como signo de realismo. El 19 y 20 de diciembre mostró los límites de un país que no puede ser, así como las ausencias y vacíos en los proyectos emancipatorios que vienen germinando en el corazón del pueblo. Sin embargo, vale la pena reflexionar sobre la disputa de sentidos que se produjo en la interpretación posterior de esas jornadas. No fue el grito solo del movimiento social organizado. No fue el grito de los piqueteros, o de las cacerolas nacidas en esas jornadas como instrumentos de lucha. Fue el punto de encuentro de distintas indignaciones, que por aquellos días lograron realizar una tarea común que iba más allá de sacarse de encima a un gobierno y a una política: lograron poner en jaque al sistema de representación política, y cuestionaron el programa neoliberal sostenido por todos los gobiernos en la etapa pos-dictatorial. Se reconoció en los bancos una de las caras del enemigo: el capital financiero. Se cuestionaron las privatizaciones y el pago de la deuda externa. Argentina entró en default, y la mayoría creyó que correspondía no pagar al FMI y al Banco Mundial, que también cayeron bajo la desconfianza generada en la crisis de representatividad.

El que se vayan todos no cuestionó solamente a las expresiones políticas de las diversas fracciones del poder. Al tiempo que deslegitimó a los tres poderes, significó también un cuestionamiento a las fuerzas políticas y sindicales pretendidamente populares, que actuando en los marcos de esa institucionalidad, no tuvieron capacidad de interpretar y actuar con eficacia, no sólo en los momentos de la revuelta popular, sino en las acumulaciones previas, e incluso en las posteriores, de resistencias y de búsquedas alternativas. Se criticó la fragmentación de las izquierdas sostenida en las peleas por mezquinos hegemonismos. Se cuestionaron las modalidades verticalistas de dirección política. Se multiplicaron los esfuerzos por construir maneras de democracia directa.

Se puso en evidencia la tensión existente en las fuerzas organizadas de la izquierda, que quedaron presas muchas veces de una institucionalidad burocratizada y decadente, y de un dogmatismo que levanta muros más altos que el que cayó en Berlín.

La conciencia social de los argentinos, en esas jornadas, adquirió algunas luces. Entre ellas, la revalorización de la capacidad de resistir, la decisión de no aceptar la condena al suicidio implícita en las políticas neoliberales para franjas cada vez más amplias de excluidos, la necesidad de fortalecer a los movimientos y organizaciones que sirvan para la lucha, y de inventar las organizaciones o movimientos, o acciones que no existen, para satisfacer los derechos y expandir las posibilidades de una vida digna. Se aprendió que la lucha tiene sentido (dicho en otras palabras, se reaprendió el sentido de la lucha) después de varias décadas en las que se pregonaba la imposibilidad de obtener algún cambio a partir de la participación social. Se rechazaron las formas de representación vaciadas de legitimidad. Se intentaron nuevas modalidades de dirección de los movimientos, basadas en prácticas sociales más horizontales y asamblearias, con mayor relación entre palabras y actos, entre teorías y cuerpos.

En ese momento se crearon muchas teorías que pretendieron generalizar las impresiones sobre la rebelión, simplificando el mapa social en lo nuevo y lo viejo, una dicotomía más que no permite advertir cuánto de viejo siguió reproduciéndose en los espacios aparentemente nuevos, y que también dificultó potenciar lo nuevo que podía germinar en ámbitos viejos o tradicionales de la organización social. También se pretendió adaptar el análisis de la realidad a categorías preexistentes, declarando rápidamente que se atravesaba una situación pre-revolucionaria o revolucionaria (de acuerdo a los criterios de sus autores); ideas con las que se aplastó o acható la fuerza creadora de un momento en el que se conjugaron en una revuelta numerosas tendencias que venían fermentando en el pueblo, con un estallido espontáneo de indignación de diversos sectores sociales, que luego volverían a desencontrarse al resolverse parcialmente sus demandas y disminuir la energía rebelde.

Desde otros campos se pretendió subestimar lo sucedido, analizando este momento desde la estrecha óptica de los resultados electorales posteriores, lo que significa reducir la comprensión del movimiento popular a una sola de sus maneras de intervención social -precisamente a aquella que actúa como mecanismo privilegiado de ocultación de las relaciones sociales de dominación y de las prácticas emancipatorias.

La rebelión del 19 y 20 de diciembre ha sido el momento más alto de generalización de la revuelta de los excluidos, que protagonizaron en la última década otras puebladas importantes, como el Santiagazo (16 de diciembre de 1993), Cutral-Có (1996), General Mosconi (1997) o el Correntinazo (diciembre de 1999). Estos movimientos expresaron momentos transitorios y focalizados de autonomía del movimiento popular frente a las instituciones ordenadoras del modelo. En el desorden se ocuparon nuevos espacios y se realizaron nuevas experiencias.

Desde ese momento, el sistema político se empeñó en recomponer los mecanismos de gobernabilidad, y en cooptar cualquier espacio de autonomía. El primer paso fue aislar nuevamente a los piqueteros de otras franjas sociales, especialmente de las capas medias, con medidas políticas y económicas que descomprimieron las demandas de este sector, desarrollando un verdadero terrorismo a través de los medios de comunicación, amenazando con supuestos planes piqueteros para tomar la Casa de Gobierno, reimpulsar la violencia social y política, tomar el poder. Para la contención de los excluidos, al mismo tiempo se invirtieron cuantiosos recursos en una red de asistencia y control social a través de los Planes Trabajar primero, y los Planes Jefas y Jefes de Hogar después.

Sin embargo, la continuidad de la movilización social los decidió a apelar a un plan más enérgico de represión. En ese contexto se produjo, el 26 de junio de 2002, la masacre en el Puente Pueyrredón, de la que resultaron dos jóvenes piqueteros muertos (Darío Santillán y Maximiliano Kosteki), más de setenta heridos, y 200 detenidos.

Lograron así colocar al movimiento social a la defensiva en cuanto a su capacidad de movilización, que se vio afectada por el temor; y sólo entonces el presidente Eduardo Duhalde adelantó el calendario electoral, desarticulando la alianza precaria de las fuerzas opositoras que habían conformado un frente político por el que se vayan todos.

En el comienzo del año 2003, el gobierno avanzó sobre una gran parte de los espacios recuperados por los trabajadores. El desalojo de la empresa textil Brukman14, el desalojo con represión del PADELAI15, los intentos de desalojo de Zanon (resistidos por los obreros con el apoyo de toda la población), y la detención de los principales dirigentes de la Unión de Trabajadores Desocupados de General Mosconi, fueron emblemáticos en el esfuerzo por restablecer la gobernabilidad, y los valores a ella asociados. La institucionalidad jurídica actuó con energía para re-establecer el orden, habilitando la actuación policial represiva.

El triunfo de Néstor Kirchner -en alianza con Eduardo Duhalde- permitió restablecer una precaria gobernabilidad, y un consenso sobre el cual se avanzó en políticas de cooptación de una franja de los movimientos que protagonizaron la resistencia, y en la judicialización y represión de la protesta, para controlar a las expresiones de oposición posibles en un movimiento social que -a pesar de haberse debilitado considerablemente- no ha sido doblegado. El gobierno de Néstor Kirchner generó expectativas en una parte de ese movimiento popular. Sobre estas expectativas se despliega una intensa campaña de seducción de los movimientos de resistencia, buscando transformar el consenso pasivo y la expectativa en fuerza de apoyo. Para esto, se recurre a mecanismos de cooptación, de integración, que sobre la base del clientelismo y el asistencialismo intentan acotar los espacios de autonomía y rebeldía forjados en los últimos años.

La constatación de la integración de diversos sectores del campo popular en las políticas estatales como fuerza directa de apoyo al gobierno obliga a repensar en qué núcleos ideológicos y políticos fecundó la política de cooptación. Sorteando las respuestas fáciles que remiten solamente a las políticas clientelistas o a la corrupción política, es necesario sistematizar algunos de los aprendizajes nacidos de este intenso laboratorio de prácticas sociales que se han desarrollado aceleradamente en los principios del siglo XXI.

Ha quedado en evidencia que se reproducen, en el campo de las fuerzas sociales y políticas de izquierda, teorías que apuestan al desarrollo del movimiento popular desde la intervención estatal fundamentalmente (como impacto de la experiencia peronista por un lado, y del modelo de socialismo estatista por otro); y que se generan también expectativas en la creación de un bloque social liderado por una burguesía nacional, que supuestamente encarnaría el ideal de reindustriali1zación, frente a la burguesía trasnacionalizada (esperanza compartida por sectores peronistas y franjas de la izquierda).

El desarrollo de propuestas diversas de un capitalismo nacional, como etapa previa a una transformación social profunda, reedita los slogans de una Tercera Vía sin dar cuenta de las transformaciones operada en el mundo globalizado, recicla las concepciones etapistas de la izquierda marxista tradicional, y junto a ello fortalece concepciones políticas basadas en depositar la capacidad de decisión en supuestos salvadores. En lugar de apostar a la creación de una forma colectiva de construcción de un mundo nuevo, se incita a apoyar a unos o a otros líderes, a delegar el protagonismo, a ser base de apoyo, y no sujetos de la historia. En esta perspectiva, vuelven a fortalecerse los verticalismos, el autoritarismo, el disciplinamiento de las fuerzas sociales comprometidas con esta ideología, y se refuerza su alienación.

En el campo opositor al gobierno se advierte también una modalidad de lucha sostenida y reproducida por algunas de las organizaciones políticas de izquierda, basada en la combinación de discursos, propaganda y movilización, desarrollada por un activismo que subestima la creación de prácticas sociales autónomas, y que no las reconoce cuando estas nacen por fuera de su influencia. La necesidad de hegemonizar al movimiento social emergente ha sido un factor permanente de desencuentro entre los diversos espacios de excluidos. También en estos espacios se reproducen las viejas lógicas del verticalismo, las distancias entre los que elaboran la política y quienes la aplican, así como la alienación de los sujetos en ejercicios de militancia que muchas veces no decidieron.

En los procesos de formación política se observan algunas tendencias que es necesario considerar críticamente, como son la definición de las políticas y las posiciones en función del apoyo o de la oposición al gobierno, y no a partir de las demandas de los movimientos o de las clases y grupos que los movimientos populares o partidos políticos dicen representar. De esta manera, quienes apoyan van rebajando sus propuestas iniciales en pos de los cálculos de las relaciones de fuerza y de las subjetivas lecturas sobre las intencionalidades del gobierno de turno, llegando en muchos casos a negar o a neutralizar banderas de lucha con las que se constituyeron y con las que convocaron a su militancia.

La formación política se va desplazando así, cada vez más, al mero adoctrinamiento que justifica pragmáticamente los actos del gobierno, y que da fe en los mismos y en sus dirigentes. Va siendo cada vez menor el desarrollo del pensamiento crítico, y cada vez mayor la reproducción del dogmatismo. Cuando las políticas se definen solamente a partir de la oposición al gobierno, suele caerse en un ideologismo que se alimenta de los objetivos finales, pero que difícilmente aborde la complejidad del análisis de contexto, de las relaciones de fuerza, y una mirada cada vez más profunda sobre los mecanismos de dominación. Otra tendencia, diferente a estas dos, es la de algunos movimientos que subestiman las acciones del gobierno, el rol del Estado, las políticas del bloque de poder, limitándose a considerar su propio desarrollo como elemento de análisis. Por este camino se llega a reducir las posibilidades de desafío al poder, y se suelen crear ilusiones ingenuas sobre las perspectivas de las batallas planteadas.

LA VIDA COTIDIANA Y LOS LAZOS SOCIALES QUE EN ELLA SE FORMAN

La pulseada entre el nuevo mundo por nacer y el viejo mundo que incita a las personas y a los grupos a salvarse solos se plantea con especial dureza en las formas de convivencia en los emprendimientos productivos, sociales y culturales desarrollados por los movimientos populares. Estas tensiones atraviesan sistemáticamente a los movimientos populares nacidos como respuesta a la exclusión. Ubicados como mediadores entre el presupuesto estatal de asistencia social y una franja de los condenados de la tierra... se plantean como debates prácticos con fuertes implicancias teóricas y políticas: ¿cómo se administrarán esos recursos? ¿Quiénes los administrarán? ¿Serán distribuidos equitativamente? ¿Se establecerán jerarquías? ¿Fortalecerán proyectos comunes? Estos proyectos, ¿serán sólo restringidos a la subsistencia, o serán concebidos como laboratorios de nuevas relaciones sociales? ¿Quiénes elaboran los proyectos comunes? ¿Cómo? subversión de las relaciones sociales basadas en la dominación parece ser la clave de los proyectos emancipatorios, y esta no se produce desde prácticas predominantemente discursivas, sino en la creación cotidiana y en las resistencias a la opresión. En esta dirección cabe destacar el nuevo terreno generado por los movimientos de los excluidos, que al mismo tiempo que desarrollaron importantes enfrentamientos, e incluso rebeliones, han forjado otras maneras de organizarse y de experimentar nuevas relaciones sociales. La decisión de asumir colectivamente la sobrevivencia llevó a organizar múltiples proyectos productivos, sociales, educativos, culturales, y distintas modalidades de intervención política. En estos años se multiplicaron de modo autogestivo las huertas comunitarias, las panaderías, los comedores populares, las ladrilleras, los roperos comunes, las granjas, las carpinterías, las empresas recuperadas por los trabajadores, las experiencias de alfabetización, de salud comunitaria, de educación y comunicación popular. Se multiplicaron los medios de comunicación alternativos. Se socializaron las informaciones, creándose redes diversas que actúan como mecanismos de los movimientos para contrarrestar la desinformación promovida desde el sistema. El arte popular ganó un lugar dentro de la batalla cultural de resistencia.

Después del 19 y 20 de diciembre de 2001, en las ciudades se multiplicaron las asambleas barriales como forma de organización de las capas medias empobrecidas bruscamente por el modelo. El decaimiento de esta experiencia durante el año 2003 deja, sin embargo, residuos de aquella organización, que en general ha asumido dinámicas de acción ligadas a la sobrevivencia, y que en algunos casos se ha constituido en núcleos de articulación con los movimientos piqueteros y los trabajadores y trabajadoras de empresas recuperadas.

Entre los aprendizajes que surgen de este tiempo histórico podemos señalar:

-Todas las emancipaciones posibles y necesarias nacen de las prácticas sociales de quienes, siendo conscientes de su opresión, van buscando e intentando maneras diversas de luchar que apuntan a suprimirla. Por ello no es posible pensar en las emancipaciones desde afuera del movimiento social que protagoniza la resistencia.

Es imprescindible que la labor intelectual de comprensión del mundo pueda realizarse a partir del diálogo fértil y la acción común de quienes van ejerciendo nuevas relaciones sociales en sus prácticas cotidianas, entre sí y con quienes desde el ámbito académico o político comprometen su suerte en estas batallas.

-La constitución de los movimientos en lucha como sujetos históricos implica una ardua batalla por transformar la cultura de la desesperanza en pedagogía de la esperanza, la desesperación en proyecto, el escepticismo en pasión transformadora, la cultura de sobrevivencia en la invención de nuevas modalidades de trabajo no enajenantes. Significa relacionar las transformaciones sociales a las que aspiramos con el cambio de las relaciones en nuestros propios movimientos, e incluso en las relaciones interpersonales; terminando con las disociaciones que llevaron históricamente a proclamar públicamente el advenimiento de un mundo solidario y socialista, y a ejercer privadamente el autoritarismo y el egoísmo.

-Uno de los aspectos a modificar es la costumbre de pensar a las emancipaciones como un lugar de llegada futura, y no como camino.

Si de lo que se trata es de cambiar las relaciones sociales de opresión por relaciones sociales fundadas en la cooperación y la solidaridad, en la libertad, en el placer, es necesario y posible que empecemos a ejercer microexperiencias que nos permitan fortalecer la subjetividad y creer en la viabilidad de esos cambios, asumiendo al mismo tiempo -y en experiencias concretas de intercambio, solidaridad y acción común- la dimensión mundial de los mismos. Anclando la batalla cultural en la transformación de la vida cotidiana, es imprescindible experimentar la dimensión internacionalista de las batallas emancipatorias, lo que permite que las batallas angustiantes por sobrevivir no ahoguen a los movimientos en la impotencia de las dificultades cotidianas, y que se puedan superar mejor los obstáculos que surgen de la desfavorable relación de fuerzas. Al mismo tiempo, ello es parte de abonar la convicción de que es necesario terminar con todas las opresiones en escala universal.

-El sistemático cuestionamiento a las relaciones de género opresivas es parte de la batalla necesaria de los movimientos populares -y especialmente de las mujeres en ellos-, que permita deconstruir las diversas formas de dominación que reproducen al sistema.

Esto tiene implicancias en la creación de una nueva subjetividad, y también en el enriquecimiento de las teorías emancipatorias, sobre la base de prácticas sociales que al realizarse van acumulando conciencia crítica sobre las formas de ejercer el poder del capitalismo patriarcal.

-El manejo del saber como factor de poder se ha vuelto cada vez más evidente para los movimientos que luchan contra la exclusión, también en este campo, y que se han visto en la necesidad de recurrir a saberes populares y conocimientos ancestrales para asegurar su sobrevivencia. Al mismo tiempo, estos saberes intentan ser apropiados por el poder a través de diferentes mecanismos: patentes, investigaciones, etc. Se vuelve necesario establecer una clara alianza entre los intelectuales que trabajan en diversos campos del conocimiento y los movimientos populares, para elaborar estrategias que permitan recuperar conocimientos existentes, y que los nuevos saberes sean puestos al servicio de las múltiples resistencias.

-El desafío de la autonomía como un proyecto que apunta a la superación de las situaciones de dependencia, de alienación, a la construcción de espacios propios en donde se recobra la identidad histórico-cultural. Si entendemos la batalla por la autonomía no desde una lógica estrictamente economicista, sino como un modelo cultural de acción política, los avatares que los movimientos sufren en las políticas ligadas a la sobrevivencia deben ser considerados como límites, pero no como obstáculos insalvables en la generación de nuevas formas de relaciones sociales y en la creación de una nueva subjetividad, no alienada ni alienante.

Las prácticas de autonomía parten de los valores y creencias de la comunidad como principal componente ético en la determinación de los proyectos y acciones. Tal decisión implica elegir un camino más largo que el que supone una forma de dirección vertical sobre una masa de necesitados, que llegan al movimiento por el plan, y allí reciben la luz de una conducción que ha predeterminado estrategias, tácticas, y las acciones cotidianas. Este camino más largo parece ser, sin embargo, el único posible a recorrer si lo que se busca es la emancipación. La posibilidad de ejercicio de la autonomía es condición para la constitución de sujetos históricos, protagonistas de las batallas emancipatorias.

Es por ello que todas las prácticas de dominación procuran cercenar esta dimensión de las organizaciones populares, intentando medrar para ello con la cultura de la desesperación que emerge de las condiciones de sobrevivencia.

ACCIÓN CULTURAL POR LA LIBERTAD

La batalla cultural imprescindible para subvertir el sentido común y crear nuevos sentidos implica una práctica pedagógica. Este es el espacio de la educación popular, a la que consideramos una pedagogía de los oprimidos y oprimidas, como una pedagogía de la resistencia y de las emancipaciones, que concibe a la esperanza como una necesidad ontológica, y que se reconstruye cotidianamente en la invención de los nuevos mundos posibles.

Entendemos a la educación popular como acción cultural por la libertad. Como una pedagogía del conflicto y no del orden, del diálogo de saberes y no del pensamiento único, de la pregunta y no de las respuestas repetidas, de lo grupal y colectivo frente a las prácticas y teorías pedagógicas que reproducen el individualismo y la competencia, de la democracia y no del autoritarismo. Es una pedagogía de la libertad, frente a las que refuerzan la alienación. Es una pedagogía que se rebela contra los saberes que sostienen y reproducen la dominación. Es una pedagogía que hace del acto de enseñar y aprender una de las tantas maneras de comprender y transformar el mundo. Es una pedagogía del placer, frente a las que escinden el deseo de la razón. Es una pedagogía de la sensibilidad, de la ternura, frente a las que enseñan la agresividad y la ley del más fuerte como camino para la integración en el capitalismo salvaje.

Es una pedagogía que incorpora los sentimientos, las intuiciones, las vivencias, involucrando en el proceso de conocimiento al conjunto del cuerpo. Apela por ello, como parte del proceso de aprendizaje, al arte, al juego, al contacto directo con experiencias prácticas producidas en la vida social. Es una pedagogía que vincula la sistemática transformación de las relaciones sociales, la modificación de las relaciones de fuerzas producida en la praxis -concebida como práctica histórica y reflexión sobre la misma-, con la modificación simultánea de la vida cotidiana de los sujetos involucrados en ella. Es una pedagogía del ejemplo, que hace de la relación teoría-práctica una base ontológica fundamental, afirmada en la vida cotidiana y en las resistencias de los pueblos. Es, en esa perspectiva, una pedagogía anticapitalista, antiimperialista, libertaria, socialista.

La pedagogía de la emancipación se plantea aportar al nacimiento de la mujer nueva y del hombre nuevo en las sociedades posmodernas, invadidas por la propaganda alienante, la cultura consumista, la corrupción grande y la pequeña -casi invisible, la impunidad, el egoísmo. Es una batalla cultural de dimensiones gigantescas. Esto requiere ser más conscientes de la dimensión histórica de la subjetividad en la lucha liberadora, que abarca no sólo la creación de lazos solidarios imprescindibles para la constitución de un bloque histórico, sino también la forja de una identidad de resistencia que favorezca el reconocimiento de quienes sufren la opresión en diversas formas, no sólo las que se originan en la explotación económica sino también las múltiples maneras con que se ejerce la dominación. Es imprescindible que la batalla por la creación de una conciencia nueva sea acompañada por una apertura a nuevos sentimientos, a nuevas sensibilidades, que posibiliten superar las rigideces que la cultura de la dominación introyectó en el saber popular e incluso en las organizaciones revolucionarias. Esto requiere un esfuerzo sistemático para desterrar de las relaciones personales, y de la vida en las organizaciones populares, los enquistamientos autoritarios, burocráticos, las prácticas machistas, todas las formas de discriminación de la diversidad ideológica, étnica, sexual, religiosa.

En el marco de las experiencias de educación popular que se han multiplicado en estos años en Argentina, se desarrolla también un intenso debate y análisis crítico de nuestras prácticas y de las teorías en las que se fundamentan. Entre otros ejes, se plantea una crítica del sentido político central de sus acciones, y un análisis sistemático sobre el rol de la educación popular para evitar que esta se vaya esterilizando hasta resultar funcional a las políticas asistenciales que permiten una inclusión degradada en el sistema, en el espacio que las políticas fondomonetaristas asignan para contener a los excluidos y excluidas, desentendiéndose progresivamente de la tarea central de la liquidación de todas las formas y modalidades de opresión.

En la búsqueda de respuestas que aporten al desarrollo de una pedagogía que coloque como eje de su búsqueda el fortalecimiento de la autonomía de los movimientos populares, se plantea también qué tipo de organizaciones se están soñando, creando, qué tipo de relaciones sociales se establecen en ellas, y qué vínculos existen entre ellas y la vida cotidiana. Si las opciones políticas se achican al punto de reducirse a apoyar a gobiernos o a oponerse, sin creación de un concepto propio de política, de poder, de proyecto, no sería extraño que estas organizaciones reprodujeran las lógicas del poder que creen combatir: autoritarismo, jerarquías, hegemonismo, clientelismo, verticalismo, machismo, homofobia, hipocresía, doble moral, individualismo, marginación de la crítica, pragmatismo, cortoplacismo, sustitución del diálogo por la orden, de la consulta por la voz de mando, de la solidaridad por la competencia. Por este camino, estas organizaciones o movimientos se vuelven tan espejo del

Estado que no resulta compleja su cooptación, su integración, su manipulación; y si esto no es posible, su fragmentación y disolución.

La pedagogía de los oprimidos y oprimidas es realizada como práctica social de los mismos, en un proceso en el que simultáneamente van constituyéndose como sujetos. En tal sentido, es imposible creer en una educación popular que se desarrolle por fuera de esta praxis histórica, y que se piense externamente a los movimientos en lucha. Muchas institucionalizaciones en academias y ONGs han conducido a que diversas experiencias que se reconocían en el campo de la educación popular terminaran aportando a la cooptación de los movimientos, y perdieran su radicalidad crítica. Al mismo tiempo, la elaboración de una pedagogía rebelde es un desafío que exige mayor esfuerzo de sistematización y de elaboración, difícil de realizar en movimientos acosados por la urgencia de la sobrevivencia.

Quedan para plantearse, entonces, nuevos desafíos; entre ellos, el lugar que tendrán los intelectuales en las prácticas sociales que inventan los nuevos mundos posibles. ¿Será el compromiso intelectual el estudio de los movimientos sociales insurgentes, o se forjará una nueva manera de intervención político-cultural, en la que los saberes constituidos en el campo de las resistencias -ya sea en las políticas de sobrevivencia como en aquellos nichos que actuando en el terreno de la academia desafiaron al pensamiento único- puedan dialogar fraternal y fecundamente, creando espacios para una mejor interpretación y transformación de los mundos posibles?

En el corazón de las luchas populares se va forjando una nueva intelectualidad que necesita ser apoyada y estimulada en sus búsquedas por aquellos que han tenido oportunidad de sistematizar su estudio y su investigación. Precisamente uno de los desafíos se refiere a la necesidad de encontrar nuevas maneras de reunir teorías y prácticas sociales, no en competencia, sino fecundando los proyectos emancipatorios. La revolución es un sueño eterno, escribió el autor argentino Andrés Rivera. La historia de las rebeldías en Argentina ha despertado, en los últimos años, la memoria de todos los sueños que la han soñado. Es hora, tal vez, de que estos sueños aprendan a realizarse en nuestra cotidiana victoria de vivir.

Maffia, Diana (2004) "Resolución del 19 de septiembre de 1811 del Cabildo de Buenos Aires" en Autores varios, Revolución en las plazas y en las casas, Cuadernos de educación popular (Buenos Aires: Ediciones América Libre/Ediciones Madres de Plaza de Mayo).

Encuesta Permanente de Hogares. <https://www.indec.mecon.ar/.> Incidencia de la Pobreza y de la indigencia en 28 aglomerados urbanos. Resultados semestrales año 2003

Informe CORREPI. En <www.correpi.lahaine.org>

*Coordinadora del equipo de educación popular de la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo. Secretaria de redacción de la revista América Libre.

1 A fines de 2004 e inicios de 2005 se produjo en la ciudad de Buenos Aires una nueva oleada de movilización adolescente y juvenil, a partir de la tragedia en el local bailable Cromañón, en la que murieron alrededor de 200 personas -en su mayoría adolescentes, niños y jóvenes- como consecuencia de la falta de controles adecuados y de la corrupción que atraviesa al funcionariado político. En este contexto, revivió la demanda del que se vayan todos y las exigencias de renovación del sistema político, en este caso focalizado en el pedido de renuncia de los principales responsables del gobierno de la ciudad de Buenos Aires y de su jefe, Aníbal Ibarra.

2 El saldo de la llamada campaña al desierto, comandada por el general Julio A. Roca, fue de 15 mil indios prisioneros y 1.313 muertos. Así fueron incorporadas 15 mil leguas cuadradas al territorio argentino.

3 En 1810 la población negra constituía el 33% de las 44 mil personas que habitaban Buenos Aires. En 1887 ya sólo era el 2% de la población.

4 Población descendiente fundamentalmente de los pueblos originarios y del mestizaje criollo. 203

5 Según cifras del INDEC, en octubre de 2002 (Encuesta Permanente de Hogares), el 57,5% de la población total urbana era pobre. Discriminando por edad, eran pobres el 73,5% de los niños de 0 a 14 años y el 66,5% de los jóvenes de 15 a 22. La indigencia era del 27,5% de la población; el 41,4% de los niños de 0 a 14 años, y el 33,3% de los jóvenes de 15 a 22. En la provincia de Buenos Aires hay unos 35 mil chicos de entre 6 y 14 años que nunca han llegado a iniciar sus estudios básicos. Casi 100 mil jóvenes no se inscribieron para cursar el Polimodal (ciclo siguiente a la Educación General Básica), mientras que en el año 2002 unos 38 mil alumnos lo abandonaron sin completarlo. En algunas escuelas bonaerenses se ha constatado que entre el 80 y el 100% de los alumnos provienen de familias con necesidades básicas insatisfechas, una realidad que dificulta la vida escolar.

Entre los que murieron en la masacre de Cromañón había niños de entre 10 meses y 10 años, que habían ido al recital junto con sus madres. La realidad que asomó detrás de la masacre reveló dolorosamente que cada vez son más las niñas y adolescentes que tienen hijos.

7 Según la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), el gatillo fácil es practicado como herramienta de control social. Desde 1983 hasta la actualidad existen 1.684 casos, manteniendo el promedio de doce personas por mes. En los primeros once meses del año 2004, 131 personas fueron asesinadas. El promedio de edad de las víctimas es de 17 años, y en su enorme mayoría pertenecen a los sectores más desprotegidos en lo social y económico. Sólo un 10% de los casos fueron debidamente esclarecidos por la justicia.

8 Existen numerosas denuncias sobre la superexplotación que sufren los jóvenes que son empleados en locales, como los lugares de comida rápida, cuya única posibilidad es ser el empleado del mes, o en los mega-supermercados. Existen denuncias que sostienen que a muchas empleadas no se les permite ir al baño y se las obliga a usar pañales descartables. Otros adolescentes trabajan en telemarketing, siendo permanentemente vigilados, aislados del resto de los compañeros. Trabajan durante más de ocho horas diarias recibiendo quejas de usuarios. Desempeñan esta tarea en un receptáculo de 4m x 4m, con pocas posibilidades de movilidad física -además de estar vigilados permanentemente por un supervisor- y tienen tiempos establecidos, muy estrictos, para ir al baño. Todos estos trabajos basura provocan en los jóvenes graves consecuencias de salud, con secuelas psicológicas y físicas irreparables.

9 Vale la pena analizar los contenidos de las letras de rock, rap, hip hop y otras expresiones musicales de los jóvenes que dan cuenta de esta sensación de enajenación. Para muestra vale este párrafo del rock Los Invisibles del grupo Callejeros: "Con frío, pero abrazados/ inoxidable oración/ aunque sin escuela y sin muelas/ los dejaron hoy./ Luchando sin atajos/ los invisibles/ agitan rocanroles irresistibles./ Piden que sus críos se salven/ y no piden más./ Sin interrumpir, sin cortar una cabeza, aunque por la calle/ huela a muerte de la más salvaje, (y más también)".

10 H.I.J.O.S. e Hijos son dos organizaciones que nuclean a los hijos e hijas de los desaparecidos en la última dictadura. Hay agrupaciones similares, como Hermanos, y algunos grupos que se han formado con las mismas consignas y objetivos semejantes en diferentes lugares del país, agrupando a la generación que reclama por el fin de la impunidad y el castigo a los responsables del terrorismo de Estado, tomando la posta de los primeros movimientos de familiares, como la Comisión de Familiares de Presos y Desaparecidos Políticos, Madres de Plaza de Mayo, Abuelas de Plaza de Mayo.

11 En estas experiencias se plantea un desafío especial en el terreno de crear nuevas relaciones sociales de producción que no sean funcionales a los parámetros de eficiencia capitalistas y a su lógica de competencia, y que al mismo tiempo permitan garantizar el funcionamiento del proyecto productivo y la sobrevivencia de quienes lo integran. La batalla por una nueva modalidad de organización de la producción no es sencilla, y en muchas ocasiones las empresas están actuando con normas que reproducen desigualdades y formas de explotación.

12 Los primeros debates en la etapa de formación de estos movimientos estuvieron centrados en agregar la letra T (de Trabajadores) en sus siglas como movimientos de desocupados.

Así nacieron los MTDs, la UTD, y otros movimientos que incluyen el concepto de trabajadores desocupados desde una definición clasista de su exclusión, y también por el hecho de que están reinventando el trabajo en sus acciones cotidianas.

13 Así es identificada la policía en la cultura juvenil, en sus consignas y canciones.

Después Brukman fue recuperada por los obreros y obreras tras una ardua negociación, en la que debió declinarse gran parte de las demandas de los trabajadores como condición para la expropiación de la empresa por parte de la Legislatura porteña.

15 Viviendas ocupadas por el Movimiento de Ocupantes e Inquilinos.



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