LA TEORÍA DE LA MORAL, EN LOS FUNDAMENTOS DE LA DIALÉCTICA MATERIALISTA

Dr. Luis Ignacio Hernández Iriberri


1.- DESMITIFICANDO CONFUSIONES

En todo lo explícito del título de este documento, trataremos aquí de la Ética, la ciencia acerca de las costumbres y conductas normadas por consciencia entre los seres humanos, y determinadas por el acto de responsabilidad individual (la moral). En lo más general y esencial, a esas costumbres y conductas, lo que les norma, es el dilema o decisión del sujeto entre lo bueno y lo malo, respecto de los demás seres humanos que le rodean.

Así, el objeto de estudio de la ciencia de la Ética es el fenómeno de lo moral; el definir en qué consisten sus causas, su origen y evolución, sus componentes, así como la explicación de qué es lo bueno y qué es lo malo, frente a lo cual el sujeto asume un acto moral, es decir, toma una decisión individual por propia convicción y conciencia, por aquello de lo que ha de ser él, y sólo él, el enteramente responsable ante los demás seres humanos, y sólo entre los demás seres humanos.

Analicemos aquí esos aspectos esenciales de la Ética, empezando por aclarar que ésta no consiste en decir qué cosa concreta en particular es buena o es mala, sino en definir en lo más abstracto y general, qué es lo bueno y qué es lo malo.

Suele confundirse a la ética como un tipo de moral, aparte de la moral en general, particularmente cuando el acto moral es en un sujeto con una formación profesional; y la confusión deviene, precisamente, de que se da por supuesto que un profesional, una persona con estudios, debe saber y entender acerca de la teoría o fundamentos éticos del acto moral; algo acerca de lo cual no necesariamente ha de saber un sujeto sin estudios. En realidad, como hemos visto, la ética no es "un tipo de moral", sino la teoría científicamente fundada de la misma.

De igual manera, suele creerse que lo moral es inherente, o pertenece exclusivamente, al ámbito de lo religioso; y este error se sigue del hecho de que más de tres cuartas partes de los seres humanos profesan una religión, desde la cual se les impone una norma de conducta en el deber ser, en la búsqueda de expresar la mayor bondad entre los seres humanos en sociedad. Pero menos de una cuarta parte de la población mundial no profesa ninguna creencia de orden religioso o teológico; son los ateos y no-religiosos (este último creyente en Dios, pero no prácticamente de ninguna religión), Así, si lo moral fuese inherente a la religión, los ateos y los no-religiosos tendrían que definirse como no-morales o amorales (que no necesariamente inmorales, lo que significa obrar en contra de lo moral), lo cual, como veremos a continuación, no es posible.

De todas las relaciones posibles entre los seres humanos (económicas, políticas, jurídicas, educativas, comerciales, etc), las relaciones morales son las más esenciales, al punto de que le son imprescindibles. Es decir, entre dos seres humanos podría dejar de haber cualquier otro tipo de relación, y ello no alteraría en lo esencial su condición humana. Pero entre dos seres humanos, por su sola presencia, y aún siendo ajenos el uno del otro, se establece necesariamente, una relación moral; esto es, un acto de responsabilidad y compromiso de uno para con el otro en forma mutua o recíproca (así sea que esa responsabilidad y compromiso sea nulo, ello será ya un acto moral). Lo moral, pues, es independiente de la religión. Lo que la religión hace, es imponer un código moral (un conjunto de reglas de conducta) especial en las relaciones entre los seres humanos; de modo que a los sujetos religiosos, además de la normas morales sociales en general, les norma un determinado tipo de conducta especial en medio de esas normas sociales más generales, y a las que, por lo regular, no contraría. El ateo y no-religioso, pues, es un sujeto moral necesariamente, en el código de la normas morales sociales más generales y esenciales, independientemente de todo código moral religioso.

Otro aspecto de este mismo problema, es el que lo moral, sólo es inherente a los seres humanos y entre los seres humanos. Un individuo solo, aislado en el mundo sin la presencia en éste de ningún otro ser humano, no está en posibilidad de expresar ningún acto de orden moral. Suele creerse, también erróneamente, que ese individuo podría expresar su acto moral ante otros seres, como los animales o las plantas; pero ello es equívoco, dada la falta de reciprocidad en esos seres en un acto de conciencia.

Podría pensarse, no obstante, que bastaría el acto de conciencia del individuo humano frente a esos otros seres del reino animal o vegetal procurándoles el bien, para que el acto moral se diera; sin embargo, más allá del conflicto moral que enfrentaría al tener que depender de esos seres para su subsistencia causándoles el mal en un daño irreparable (los ha de matar, y se los ha de comer), está en el hecho de que, si un individuo ha de prodigar cuidados a la naturaleza, ello será en razón del respeto que debe, no en sí a la naturaleza (como erróneamente se expresa), sino a los demás seres humanos que vivimos inmersos en ella y de ella depende nuestra existencia. Lo moral es, pues, un hecho exclusivamente humano, y el hecho más esencial de todos: la relación que en nuestro trato mutuo nos hace ser seres humanos (o que en su ausencia, nos despoja de tal condición).

2.- EL SER HUMANO Y LA DIGNIDAD

Si lo moral es lo esencial de las relaciones humanas, la esencia de la moral es la conciencia de un acto para con los demás, en libertad y responsabilidad, que será tanto más valioso, cuanto más ello contribuya a la humanización del ser humano, esto es, cuanto más contribuya a su dignidad.

Esto, de suyo, habla de actos morales cada vez de mayor compromiso social, y, en consecuencia, del hecho del progreso moral. Luego, si los seres humanos están determinados por las relaciones sociales dadas en cada modo de producción, en ellos se establece a su vez, las correspondientes relaciones morales; y si un modo de producción establece formas de organización social con una producción espiritual, esto es, cultural en el arte y en la ciencia, cada vez superiores, las relaciones morales, en consecuencia, tienden a un desarrollo progresivo que las hace superiores a momentos o épocas anteriores de la historia.

Un indicador altamente notable del progreso moral, es el momento cuando lo que regula la vida de la sociedad se centra ya no en el acto de derecho jurídico como norma de coacción externa, sino en el acto interno o íntimo de conciencia moral; formándose con ello la riqueza moral de la sociedad (o, inversamente dicho, cuanto más se recurre y rige en una sociedad el acto de derecho legal o jurídico ejercido por un tercero entre dos personas por encima de lo que bien se resolvería entre ellas en un acto de conciencia, de responsabilidad y compromiso social del individuo, tanto más se rezaga el desarrollo de la libre personalidad y la convivencia social humana, empobreciéndose la moralidad social). El más elevado criterio del progreso moral de la sociedad, radica en el grado de concordancia dados entre los intereses personales y los colectivos en una sociedad, en lo cual se da una mutua dignificación humana entre todos sus miembros.

La conducta moral, pues, ha de tener siempre por principio, en consecuencia, la obligatoriedad de la dignificación del otro (la otredad), el saberse obligado en el deber del hacer yo, del otro, un ser humano cada vez más digno de considerarse como tal, de hacerme responsable por esa dignificación del otro, de mi semejante. Cuando el acto íntimo realizado así se generaliza socialmente, la sociedad alcanza mayores niveles de desarrollo moral.

La conducta moral ha de distinguirse, entonces, de la conducta vista desde la psicología, la cual es de carácter pulsivo o inconsciente, pues en lo moral, la conducta se basa en el acto libre y consciente del individuo, en la cual éste eleva en las más altas cualidades a la otredad, y por ello mismo se ve dignificado.

De este modo, la dignidad se refiere a las más altas cualidades de aquello que se nombra, y si en la conducta moral hablamos de la dignificación humana, hablamos entonces de las más altas cualidades que merece la condición humana. En la medida en que un individuo dignifica a sus semejantes, no sólo se hacer sujeto de reconocimiento digno de los demás, sino que por ello, se dignifica a sí mismo. Así, la dignidad, es un modo de comprensión del deber moral y la responsabilidad; es decir, de aquello a lo que consciente y voluntariamente nos vemos obligados, y por lo cual respondemos comprometidamente.

En nuestra sociedad actual, bajo el régimen capitalista profundamente egoísta, del culto a un individualidad mezquina y del aprovecharse de los demás, todo lo cual se complementa con una forma de vida ampliamente coercionada por el Estado en beneficio de la clase social en el poder, la decisión por el deber y la responsabilidad es en algo en exceso mermada en las convicciones del individuo, pero más aún, a lo que se ha de enfrentar bajo un aparato coercitivo que unas veces sutilmente y otras de la manera más burda, se lo impide.

Nada daña más a la moralidad social en este orden capitalista actual, que el atentado a la condición humana en lo más esencial de ello: el derecho al trabajo, en particular, al trabajo productivo. Nada hace más a la dignificación humana que el trabajo, como nada despoja de tal condición humana que las masas cesantes, y la humillante respuesta filantrópica de ayuda misericordiosa a los pobres (programas asistencialistas de gobierno, organización caritativa que desplaza al Estado en sus responsabilidades sociales, etc.), en lugar de dar solución a la pobreza.

En ese sentido es que nuestra sociedad vive un exacerbado proceso de deterioro, de corrupción y deshumanización.

La decisión libre y consciente se pierde, se anula la voluntad como un acto que va más allá de los deseos y está determinado por esas condiciones materiales de vida que restringen la libertad del individuo.

De ese modo es que lo moral como la acción práctica del ser humano, como en su teorización en la ética, el problema más esencial que se plantea -y que habremos de discutir más adelante dotados de algunos elementos más-, es el de la libertad.

3.- EL ACTO MORAL

El acto moral, hemos dicho, en la obligatoriedad de la conciencia y en la voluntad de asumirla, dado en condiciones de libertad y en apego al a responsabilidad, que se expresa como el deber ser, no es el simple propósito de actuar conforme a lo que se cree bueno, o en el simple hecho de "hacer el bien". Se enfrenta en ello el problema de distinguir en un dilema, qué es lo bueno y qué no, cuándo es que se hace un bien, cuándo no.

A reserva de normar tales criterios por su contenido, pude hablarse del acto moral por su forma, a lo que se denomina la "estructura del acto moral", que permite entender, no obstante limitada a la forma, una faceta esencial del mismo.

El despliegue del acto moral discurre por tres fases: 1) los motivos que llevan a asumir la voluntad dada en la toma de una decisión; 2) el grado de conciencia social, manifiesta en los fundamentos de la responsabilidad que se asume, y el compromiso que se expresa; y 3) las consecuencias del acto moral, es decir, allí donde el mismo se consuma, las cuales podrán ser ya en correspondencia con el propósito, juzgándose entonces como un acto positivo y valioso; o bien en contra del propósito, juzgándose entonces como un acto negativo y despreciable, de donde el sujeto del acto moral puede sentirse orgulloso de s acción, o bien quedar abatido, no obstante el motivo y propósito hayan sido buenos.

En la primera fase, el motivo está determinado por la obligatoriedad del acto moral dado por conciencia, y el dilema es asumirlo o no. En la segunda fase, el grado de conciencia social, significa el grado de conocimientos fundados lo más científicamente, los cuales norman el criterio en la responsabilidad y determinan el compromiso para con el otro (satisfaciendo esa obligatoriedad de conciencia). Finalmente, en la tercera fase, está el caso especial de la sanción. En el acto moral, a diferencia del acto jurídico, la sanción no implica un castigo corporal como en el ir a prisión, o un saldo de la pena en una multa económica, sino, no obstante, hay una sanción aún más fuerte y poderosa: el cargo de conciencia.

Suele creerse que hay ciertos sujetos desalmados incapaces de sentir el cargo de conciencia, pero, debe decirse, que si tal sujeto no ha actuado bajo condiciones de psicosis, si éste es un sujeto consciente de la realidad, por más fanatismo que pudiera haber en su acción, más tarde o más temprano, habrá de ser preso del poder del cargo de conciencia.

La pena jurídica se resarce en el castigo de prisión, en la multa; pero la pena moral, se resarce en el cargo de conciencia, no obstante, no ha de ser el castigo necesariamente eterno; en el acto moral, existe la posibilidad de la reivindicación moral; esto es, el que el sujeto lo vuelva a intentar y que en una acción semejante se dé la oportunidad de resolver ya correctamente, o bien resuelva paulatinamente en una serie de acciones continuadas alrededor de lo que ha implicado su cargo de conciencia. Es de este modo que el ser humano aprende de sus experiencias y se perfecciona.

Tales son, pues, las complejas componentes de la estructura del acto moral; pero, como hemos visto, el mismo ha de ser juzgado; y en ello nunca lo podrá ser por el propio sujeto, pues en el juicio de valor nadie puede juzgar acerca de sí mismo, sino por terceros y por los hechos, desde fuera del acto moral dado. Tal es pues, el juicio de valoración moral.

Ante la necesidad de ajustar la conducta de cada individuo a los intereses de la comunidad (a los intereses de los que se asumen en igualdad), ello determina qué es lo que ha de considerarse como lo valioso, en tanto ello refuerza la unidad, la organización y el desarrollo de esa comunidad.

Todo acto moral, ya sea que se haga o deje de hacer; y dejando de hacer sea lo correcto; tiene consecuencias dictadas por las normas de costumbre, y es en función de las mismas que se toma la decisión. Suele suceder, en ciertos casos, que se toma la decisión en contra del dictado de la norma de costumbre, y no por error, sino con conciencia deliberada. Ello es plenamente válido, y se legitima, en su caso, en el acierto del acto. Justo este tipo de decisiones son las que van a determinar el desarrollo de la sociedad en función del progreso moral, rompiendo ciertos atavismos.

Tales actos suscitan la reflexión de la sociedad sobre sus costumbres, modificando los criterios de la valoración moral.

4.- LA VALORACIÓN DEL ACTO MORAL

De la valoración del acto moral deriva la justicia, no en términos coercitivos del derecho jurídico, sino en términos distributivos y retributivos del derecho o justicia moral; es decir, de la igualdad en la distribución de los bienes de la colectividad y la reparación del daño. Cuanto más el individuo hace conciencia de la necesidad de esa igualdad y por la cual cada vez más él toma una decisión propia, tanto más cualitativo es el índice de moralidad social.

Pero, es allí, justo, donde ha de calificarse el acto moral, que por sus motivos y medios para lograrlos, considerados no en abstracto, sino en función de la situación concreta de modo que los medios sean moralmente los correctos para alcanzar el fin, puedan ser, ya la generosidad, ya el egoísmo, pero que por sus consecuencias ha de ser, y sólo ha de ser, como resultado de un bien social.

Esta calificación del acto moral es su valoración, y éste ha de referirse a lo bueno o malo de ello (no por su carácter dado por las cualidades utilitarias de una cosa, sino por su valoración moral como satisfactor social). Así -como lo expone Adolfo Sánchez Vázquez en su Ética- lo bueno en la comunidad primitiva y aún en el período esclavista, era la valentía, y su opuesto, lo malo, la cobardía (de donde se excluía a los esclavos en los que no se consideraba una condición humana). En la Edad media, lo bueno era lo que provenía de la voluntad divina y concordaba con ella, y lo malo, lo diabólico que contravenía es voluntad divina.

Al aparecer el humanismo renacentista al parejo de la formación de la Época Moderna y el modo de producción capitalista, lo bueno en su carácter universal es ya lo que concuerda con la naturaleza humana, y lo malo lo que contraviene a la condición humana. Mas, en nuestra sociedad actual dividida en clases sociales en donde una, dominante, se hace del poder, lo bueno pasa a depender de los intereses concretos de cada clase social, y el juicio acerca del acto moral se hace en función de esas consideraciones concretas.

Lo bueno, es un valor realizado, un satisfactor social concreto; no un acto de felicidad (eudemonismo), no un hecho de placer (hedonismo), ni mucho menos algo de carácter utilitario (pragmatismo). Lo bueno como valor, se define por sus hechos concretos en la práctica histórico-social, y no, como argumentaba Kant, por la subjetiva e ideal "buena voluntad" independiente de la realidad de los hechos.

Ante ello, quien valora el acto moral, se enfrenta por su parte a las determinaciones del juicio de valoración moral, ya en su estructura lógica enunciativa formal o fáctica (como en la forma "x es y", dada por ejemplo, en la expresión: "Tal persona es justa"); ya en su estructura lógica de preferencia (como en la forma "x es preferible a y", dada, por ejemplo, en la expresión: "Es preferible engañar al enfermo a decirle la verdad"); o bien en la estructura lógica imperativa de obligatoriedad en el deber ser (como en la forma "Debes hacer x", dada por ejemplo, en la expresión: "Debes ayudar a tu prójimo").

En el juicio de valor enunciativo "x es y", no ha de limitarse a ser exclusivamente una propiedad cualitativa utilitaria de algo, sino que esencialmente implique una valoración, es decir, una cualidad de satisfactor moral o social. Por su parte, los juicios de preferencia "Es preferible x a y", hay el mismo contenido del juicio enunciativo, pero en los cuales, nuevamente, no se trata de preferir utilitariamente, sino del hecho de valoración moral en la cualidad de un satisfactor social. En el juicio de preferencia lo que se da es una comparación entre dos juicios enunciativos.

Sin embargo, en cuanto al juicio imperativo de obligatoriedad en el deber ser, dado en la forma, "Debes hacer x", hay una notable diferencia con los dos juicios anteriores: mientras que en las dos formas anteriores la valoración se refiere al hecho dado, en este último la valoración se refiere a lo que no es o no existe, y ha de ser realizado en el deber ser (juicio que independientemente de su realización o no, no pierde su validez). Así, es este último juicio el que responde a la norma moral, en tanto responde a la necesidad y finalidad de regular las relaciones humanas.

5 AXIOLOGÍA: LA TEORÍA DE LOS VALORES.

La axiología (del gr. axios, valor), es la parte de la Ética referida a la teoría de los valores morales. Para comprender qué es un valor moral, conviene, antes, examinar el concepto de valor en general.

El valor, como concepto, es el reflejo en nuestro pensamiento de una faceta o propiedad de la realidad objetiva. Ello quiere decir que en la realidad objetiva, en los hechos dados, hay o no algo que es valioso. Pero lo que determina el qué es eso dado tenga o no valor, es la consideración subjetiva que en un momento dado se puede hacer o no. El valor, dicho así en general, no es algo puramente de naturaleza objetiva; pero, a la vez, tampoco es algo ajeno a la subjetividad. El valor, es la mezcla, o más exactamente dicho, la dialéctica de la objetividad y subjetividad de aquello que se juzga valioso o no.

Si algún problema teórico tenía una clara dificultad en su solución pretendiendo omitir la dialéctica en él, ese fue precisamente el concepto de valor. Sin la dialéctica materialista no es posible comprenderlo en su esencialidad.

Más aún, antes de abordar el concepto de valor moral, conviene también, examinar el concepto de valor desde el pensamiento económico.

Así, en la teoría económica, el valor se desdobla en dos formas: 1) el valor propiamente económico, propio al de la mercancía, es conocido por ello como "valor de cambio"; y 2) el llamado "valor de uso", esto es, el valor concreto en cuanto a ser un satisfactor social. En este desdoblamiento se expresa esa dialéctica objetivo-subjetiva del valor; es decir, lo valioso dado en el objeto por las relaciones sociales abstractas (dadas en el valor de cambio), y lo valioso dado así, pero en tanto juzgado y reconocido subjetivamente por las relaciones sociales concretas como un satisfactor social (dado entonces en el valor de uso).

De todo lo antes dicho; desde el concepto de valor en general, a su desdoblamiento económico; nos da la pauta para poder entender el concepto de valor moral. En él se ha de aplicar la misma dialéctica objetivo-subjetiva, pero omitiendo ya la parte económica relativa a la mercancía, dado que lo moral, en su esencia, se refiere a lo espiritual humano, ajeno a toda consideración de esa naturaleza mercantil; o, dicho de otro modo, el valor moral, no supone relaciones abstractas entre los seres humanos, sino por lo contrario, de las relaciones más concretas entre sí. El valor moral, sigue, pues, la pauta del llamado valor de uso, es decir, del satisfactor social dado en las relaciones concretas.

Un valor moral, aquello bueno socialmente considerado, es, pues, un satisfactor social. Objetivamente, aquello de la realidad material portador de tal valor, es el propio ser humano. Subjetivamente, por lo que está en la capacidad del sujeto, se ha de reconocer y diferenciar las cualidades que da el satisfactor, socialmente.

Y aquí hay un aspecto de esencial importancia, que sólo se deduce en el análisis dialéctico. Hemos visto en apartados anteriores, que la relación moral: 1) es sólo entre humanos, y 2) que ello se da en una mutua reciprocidad, necesariamente. Ello quiere decir, entonces, que lo que yo (sujeto), reconozco como valor en el otro (objeto de valoración), es algo que, a manera especular, me realiza como ser humano , es decir, que nos hace ser un ser humano real, tanto más reconozco en el otro no sólo a mis semejantes, sino a mi mismo perfeccionado. Se vuelve al punto: en la medida que positivamente yo veo a un ser humano cada vez más humanizado, ello me humaniza a mi mismo (lo cual puede expresarse en forma negativa, y así, en la medida que veo en la otredad la deshumanización constante en la pérdida de sus valores morales, el deterioro de su perfección, en esa medida yo mismo me deshumanizo, yo mismo forma parte del deterioro social y de mi pérdida de la condición humana; y ello ocurre así, por más que las personas pretendan refugiarse en el ámbito de códigos morales que parecieran más sólidos, como ocurre en el caso de la religiosidad; ello no los abstrae de la vida social, y ello determina a su vez su deterioro en su calidad humana.

Su religiosidad, dijese Marx, sólo se convierte en "denuncia de la miseria real". Lo que se impone, es la necesidad de un cambio social radical o sustancial, hacia una sociedad en la que opere una más profunda y amplia socialización, que imponga los nuevos valores que hagan la calidad humana. Así, no es con los valores morales como se tendrá una sociedad distinta, sino que será con una sociedad distinta, que se tendrán los verdaderos valores morales, como esa relación social concreta, dada por esas cualidades que dignifican a condición humana.

Finalmente, el valor moral, como determinación subjetiva sobre lo portador de lo valioso objetivamente dado, implica también una valoración intelectiva; de donde se sigue que los valores no son ni deseos ni aspectos emocionales del sujeto, sino juicios de valor, y juicios, a más de morales, intelectivos.

Y un aspecto último, no de menor importancia, está en que el valor moral, queda no determinado, pero sí vinculado al juicio estético. Por lo regular, aun cuando no necesaria ni absolutamente, el valor moral está asociado a lo bello. Sin embargo, por ejemplo, el matar a alguien en defensa del honor y la dignidad, si bien implica un acto horrendo, ello no es en absoluto, sino en función de las condiciones concretas (las de un malhechor que pretende ofender y humillar), que aún en el acto de horror, dialécticamente, ello es superado por el acto sublime que da un contenido de esteticidad.

6. TELELOLOGÍA: EL ACTO MORAL ATENIDO A LAS CONSECUENCIAS.

La teleología (del gr. telos, fin; y logos, tratado) , es la parte de la ética en que se trata del deber ser o acto moral, en función de sus consecuencias.

En este planteamiento general, se dan algunas teorías telelógicas particulares, tales como la "teoría del egoísmo ético": el deber ser, según reporte el mayor bien al individuo, independientemente de las consecuencias para los demás. Una teoría que evidentemente falsea el espíritu de al amoral, es decir, el bien socialmente dado.

Otra teoría es la llamada "teoría del utilitarismo": el deber ser como el bien a los demás, independientemente de ciertas consecuencias particulares, es decir, sin que implique la conciencia del sacrificar el bien propio. Una teoría, por su parte, que contiene el mismo egoísmo con un carácter útil, si bien considerando a los demás en el bien socialmente dado.

El planteamiento teleológico en general (haciendo a un lado las teorías particulares antes expuestas), como el deber ser teniendo presentes las consecuencias de los actos, implica no sólo la consideración de la sociedad, sino el desinterés de la propia persona que realiza el acto moral por sí mismo, al punto en que éste ha de estar obligado a su sacrificio por la sociedad, es la parte de la ética o teoría de la moral normativa. Es la consecuencia del acto lo que impone la norma.

Esta parte de la ética es muy próxima al acto jurídico, a tal punto que en no pocas ocasiones, el contravenir el acto moral normado incurriendo en un acto inmoral, además del cargo de conciencia, implicará, a su vez, la sanción penal jurídica.

Así, es en ese sentido que la teleología, es precisamente la normatividad moral que rige para todos por igual (no pestatuido a la manera jurídica, sino como valores entendidos en general por la sociedad), y todos debemos actuar en la obligatoriedad moral del deber ser, según las consecuencias de nuestros actos, sin que nadie pueda quedar ajeno a ello. Y esto último implica lo mismo al ciudadano común, incluso sin formación educativa alguna, hasta el profesional de la más alta responsabilidad social, por ejemplo, el médico, o el político.

De este modo, la conducta moral es una conducta obligatoria y debida. Esa obligatoriedad parecería contradecir la condición necesaria de libertad para considerar el acto moral, pero se está hablando aquí, no de una obligatoriedad estatuida y sancionativa, sino de la obligatoriedad de conciencia en la relación social. Esto es, una obligatoriedad en los límites de la conciencia, que da margen a la consideración de factores determinantes que pudieran impedir esa obligatoriedad, sin menoscabo moral para el que ha de actuar. La obligatoriedad moral, de conciencia, ha de ser, entonces, ajena a la absoluta condición de necesidad, como a cualquier tipo de coacción, sea ésta externa como factor ajeno a nuestra voluntad que nos impide el deber ser; o sea esta interna como el acto pulsivo inconsciente, como el deseo o pasión irresistibles, o la sugestión que induce anulando la capacidad de la voluntad consciente propia.

Aquel que actúa bajo coacción, deja de ser responsable de sus actos, y esa responsabilidad se transfiere al factor coactivo. No obstante, la capacidad de voluntad del sujeto ha de ser valorada, pues podría darse el caso extremo de que, aún a costa de su vida, tuviese que obrar conforme a su propia conciencia en el deber ser.

Un aspecto particular, pero no menos esencial, de la obligatoriedad del acto moral, es el argumento de ignorancia. Telelógicamente, nadie puede alegar ignorancia en el incumplimiento del deber ser (es decir, el que se actuó o no, porque no se sabía), antes al contrario, en ello hay una doble falta: primero por la falta dada en relación con el acto moral; y segundo, por no saber, debiendo saberlo. Esto es, que ningún ser humano debe ser ajeno a las normas morales; no obstante, en cuanto estas son aprendidas en sociedad, suele haber casos en que, efectivamente, se desconozca la norma y no hubiese habido posibilidad de quela conociera, particularmente dado en los estratos sociales de bajo nivel cultural y escasa socialización en general.

Una variante del hecho de ignorancia, es el actuar "por consejo". En este caso, el consejo se convierte en un factor coactivo interno que el sujeto habrá de sopesar racionalmente, actuando en pleno juicio propio. Como en el caso de la pasión irresistible en el que se pierde el autocontrol, se comete la doble falta.

La conciencia es, en el mejor de los casos, no sólo la comprensión del juicio acerca de la obligatoriedad del acto moral, un juicio de valor, sino del juicio intelectivo acerca de las causas y consecuencias, y del juicio estético de la razón del perfeccionamiento humano.

Esta situación de conciencia, aunada al actuar por costumbre en omisión de la norma aun en el campo de la teleología, es lo que da lugar, ya al deterioro, o bien al progreso moral. Pero ello implica un caso más particular, en donde la omisión de la norma no se hace por la fuerza de la costumbre, sino por decisión deliberada, y ello abre el campo de la ética conocida como deontológica, a la que nos referiremos tema aparte.

7 LA DEONTOLOGÍA: EL ACTO MORAL INDEPENDIENTE DE LAS CONSECUENCIAS.

La deontología (del gr. deón, deber; y logos, tratado), es la parte de la ética relativa a la obligación moral, que no se hace depender de las consecuencias. Se refiere, pues, a un deber de conciencia en la obligatoriedad moral, que, independientemente de las consecuencias, asume la más elevada responsabilidad del acto moral.

Se entiende que esa responsabilidad sólo puede ser asumida por un individuo común en casos muy extremos, pero, en lo general, ese individuo común ha de atenerse a las normas morales que dicta lo teleológico: las consecuencias de sus actos.

Quien ha de estar facultado para asumir la responsabilidad que omita la regulación de las consecuencias, ha de ser sólo alguien con una clara conciencia de sus actos ; esto es, que entiende con profundidad los fundamentos científicos de lo que está determinando su acción (en el campo de cualquier ciencia especial; además de los fundamentos científicos de carácter económico, social y político que estuviesen implicados); si alguien se compromete así, será sólo porque sabe bien lo que hace.

Su acto moral, no obstante, no omite lo teleológico, asume un deber que está ahí regido por la norma de las consecuencias, pero, deontológicamente, en su deber moral, dados sus conocimientos, asume la responsabilidad de ir más allá de lo que le limitan dichas consecuencias.

Ello no deja de tener una implicación fatal: si acierta en su decisión, saldrá airoso, podrá sentirse orgulloso de su acto y por ello la sociedad lo tendrá en alta estima. Pero si se equivoca, el abatimiento en el cargo de conciencia podría ser -aun cuando en ciertos casos no necesariamente- descomunal.

Resultan claras dos cosas en todo ello: 1) el acto moral deontológico, es atributo del que sabe con fundamentos científicos; y, 2) el acto moral deontológico, es concedido socialmente a aquel que podrá decidir así en su responsabilidad, liberándolo del cargo de conciencia, en tanto es previamente autorizado para ello, cuando se le ha otorgado un permiso o licencia para obrar así. De ello se sigue, entonces, que la deontología es la llamada ética profesional.

La deontología tendrá así, dependiendo de la naturaleza de cada profesión, un determinado código ético, es decir, un determinado conjunto de estatutos que, a la vez que lo facultan para actuar de acuerdo con su criterio, le impone cierta normatividad especial.

Telelógicamente, por ejemplo, el deber ser, es "no mentir", se aplica para todos; pero en la profesión del comunicador social, la aplicación restricta e esta norma, podría acarrear más mal que bien. Decir plenamente la verdad, cuando convendría matizarla con una "mentirijilla" y atenuar con ello posibles efectos, es algo que, deontológicamente, a su criterio profesional, ha de someter a control el comunicador social. Mas, abusando de esta libertad para mentir deliberadamente cuando lo que habría que decir es la verdad, lo conducirá moralmente en el falseamiento de su código ético. Esto es lo que hace la complejidad de la ética profesional. No obstante, al final, lo que ha de regir invariablemente, es la responsabilidad social; esto es, el responder a satisfacción de la sociedad. Si el acto moral deontológico no existiese, y todo tuviese que ser telelógicamente con apego a las consecuencias, la sociedad se vería impedida del progreso moral. Es el reiterado acto moral deontológico el que, en el reconocimiento social, modifica la norma telelógica viendo en ello mayor beneficio y un mayor satisfactor social, perfeccionando así el progreso moral de la sociedad, y dejando atrás atavismos que limitaban sus condiciones de vida.

Lo anterior explica que el acto moral deontológico se entienda, entonces, como un acto de necesidad, determinado socialmente. Tal acto moral, por lo tanto, no es ajeno a la valoración moral, a la axiología, sino por lo contrario, una plena determinación de ello. Así, la deontología es, hemos dicho, el acto moral independiente de las consecuencias, mas no independiente de los valores. Sin ellos, no hay acto que pueda considerarse recto.

Si bien ya Aristóteles elaboró un texto de Ética, este se redujo a ser un compendio de consejos morales, es decir, de consejos acerca del deber ser bueno o valioso. Y la ética se mantuvo básicamente así, agregándose la relación de los valores normativos del deber ser, prácticamente hasta el siglo XIX, en que empezó a teorizar el acto deontológico. Ello no quiere decir que antes no hubiese en la sociedad el acto moral independiente de las consecuencias, sino sólo que ese acto moral independiente de las consecuencias, sino sólo que ese acto moral no estaba estudiado o teorizado (particularmente es ello lo que no permitió entender correctamente la teoría del Estado expuesto en El Príncipe, por Maquiavelo en el siglo XVI).

El desarrollo propio de la Ética como ciencia, la organizó en sus tres apartados básicos actuales: la Axiología, la Teleología, y la Deontología, esta última como un apartado relativamente reciente, del cual se desprende la mayoría de los problemas del campo final de la Ética, que es la llamada Metaética.

8 LA REALIZACIÓN MORAL.

Por realización de la moral; esto es, por el hecho de una moral real; no nos referimos ya ni al acto moral, ni al progreso moral, sino a la realidad moral concreta de una sociedad dada. Nos referimos con ello, a los principios o valores más apreciados o normas que rigen la vida de una sociedad concreta. En el tema de la realización moral, de lo que se trata, es de la práctica moral.

La práctica de la moral se sustenta en uno o varios principios fundamentales bajo los cuales se interpreta el mundo de las relaciones sociales morales. En la comunidad primitiva, ese principio esencial era el de la disolución del individuo en la colectividad. En la sociedad esclavista, el principio moral esencial, determinante de todas las demás relaciones morales, era el del deber de la sujeción al amo esclavista en pago de las deudas. Durante la Edad Media, en la sociedad feudal, ese principio básico, lo fue el "honor de caballería", que imponía un rígido orden social estamentado. Hoy, en nuestra sociedad moderna, el capitalismo, mismo que nace hacia el siglo XVI, el principio básico que rige el orden moral social, es el culto al individuo y a la propiedad, la doctrina del individualismo y la propiedad privada. El individuo y su propiedad lo determinan todo. Pero la historia no se detiene, las necesarias transformaciones sociales imponene nuevas formas de organización económico-social para producir sus bienes materiales, y de ello aparece un orden social superior al capitalismo: el comunismo, cuya etapa de transición del capitalismo a él, se denomina socialismo. En el socialismo, expreimentado socialmente en el siglo XX desde la Revolución Socialista en Rusia en 1917, se plantea como principio moral esencial, contrario al capitalismo, el colectivismo y el sacrificio en bien de a sociedad.

Así, los principios morales básicos y determinantes, surgen de la necesidad fundamental del régimen económico-social. Está dado a la sociedad para que ese régimen funcione de una determinada manera. Evidentemente, esos principios cambian con los cambios de los regímenes económicos. Sin embargo, ni el régimen económico-social cambia de pronto, ni los principios que fundamentaban costumbres desaparecen en el acto; como tampoco los principios de una nueva sociedad se estatuyen y se practican por decreto. Pero en el lapso de esa transformación social y moral en que lo viejo entra en crisis y lo nuevo no acaba de establecerse, la sociedad vive situaciones de enorme ambigüedad. La anterior moralidad se derrumba provocando el abandono, la desilusión, el desapego, la protesta sin contenido (ya en las marchas de ello, o bien en el modo de ser enfrentado por cierto sector de la sociedad), la irresponsabilidad, las actitudes de negación de todo en absoluto (el llamado nihilismo de la actual "contracultura"), el caos y el desorden, hasta la quiebra moral en las relaciones familiares y entre los sexos.

Hasta en tanto los nuevos principios aparecen fundando nuevas relaciones morales sobre la base de una nueva organización económico-social, dado que toda expresión de un valor moral requiere las condiciones necesarias para que se haga real, la honestidad, la sinceridad, la veracidad, lo justo moral, no pueden darse, dado que ello no es posible en un régimen de corrupción, en el que, además, prevalece el culto al egoísmo individualista.

Ciertamente, los nuevos principios morales no surgen de la nada, espontáneamente, a pesar de que estén dadas las nuevas condiciones económico-sociales; ello presupone la necesidad social de practicar una nueva forma de relación social moral: abandonar, por ejemplo, el egoísmo individualista que anula el bienestar social, suplido por el principio del colectivismo y la atención al otro; y para ello, la sociedad se tendrá que ver obligada por las circunstancias reales y concretas necesarias que se lo impongan.

El problema esencial de una moral real, es el de la real humanización del ser humano. El egoísmo individualista, la mezquindad, el otro o la sociedad como medio del cual valerse en provecho propio, el oportunismo para abusar y aprovecharse del otro, la falacia, el cinismo, la simulación..., todo ello y más negativamente, quebrantan la condición humana, no hacen al ser humano ser mejor, sino, por lo contrario, expresan su ruindad y desapego a lo humano.

El colectivismo, el sacrificio por el otro, el otro o la sociedad como aquello a lo cual nos debemos en nuestros conocimientos y capacidades, el respeto y la igualdad de condiciones, la sinceridad y la integridad moral..., todo ello y más positivamente, integran la condición humana, hacen al ser humano, cuya naturaleza es ser cada vez mejor, expresando su dignificación.

Si hay algo en lo básico que hace al ser humano, eso es el trabajo, su carácter eminentemente productivo. En el trabajo el ser humano se hace un ser creador, que humaniza cuanto toca, y a la vez, por la transformación de lo que toca, se ve humanizado.

"El que no trabaja -dice el filósofo Adolfo Sánchez Vázquez- y vive, en cambio, a expensas del trabajo de los demás, tiene una humanidad que no le pertenece, es decir, que él mismo no ha contribuido a conquista y enriquecer"[1]. Y que tanto más ha de conquistar y enriquecer, cuanto más transformador y productivo sea el carácter de su trabajo.

Visto ello en su conjunto social, agrega el mismo autor: "una sociedad vale moralmente lo que vale en ella el trabajo como actividad propiamente humana"[2], y, agregamos nosotros nuevamente, cuanto más transformador y productivo sea su trabajo social, tanto más valor tendrá moralmente esa misma sociedad.

Sin embargo, hay en ello una agravante: si el trabajador no se apropia del producto de su propio trabajo y de la riqueza que ello genera, y por el contrario, se ve despojado de ello mediante la enajenación no sólo de su trabajo (en donde el trabajador pasa a ser una parte o una pieza más de la máquina de producción), sino del producto y la riqueza del mismo que el patrón capitalista se apropia; en ello el ser humano vuelve a ser sujeto de deshumanización, si bien ya no en calidad de un ser que pierde toda condición humana, sí ahora en términos de ser que se humaniza, pero que es despojado de ello.

9 LA COMPLEJA DIALÉCTICA DE LA LIBERTAD.

Hemos visto cómo la relación sujeto-objeto en la determinación del valor, no podía entenderse sin la aplicación de la dialéctica materialista; pero, a la vez, otro concepto que no puede entenderse sin la dialéctica, es el concepto de la esencia de la moral: la libertad, bajo la cual, y sólo bajo la cual sin coacción alguna, el individuo puede ser la causa de sus propios actos, y hacerse moralmente responsable de los mismos.

Sin embargo, hemos visto también, que el acto moral no ocurre ni en lo puramente subjetivo, ni mucho menos en abstracto, sino por lo contrario, determinado por las condiciones objetivas y concretas mismas que en un momento dado son, pues, causa, y pueden impedir la libertad y voluntad del sujeto en la realización misma del acto moral. A estas condiciones objetivas y concretas se les denomina como "condicionantes de necesidad", estarán ahí siempre, independientemente de los deseos o voluntad del sujeto, en calidad de causa; y así podemos ver, entonces, que ciertas condiciones de necesidad, se convierten en factores coactivos que restringen e incluso anulan el pleno uso de la libertad, bajo la cual, y sólo bajo la cual, hemos dicho, el individuo puede ser la causa de sus actos y responsable de los mismos.

Esto plantea uno de los más complejos problemas en la teoría de la moral: para que el acto moral sea, tiene que darse en libertad; pero cómo puede darse en libertad, ahí donde ciertas condiciones de necesidad la coartan.

La solución de dicho problema supone, en consecuencia, el análisis del concepto de libertad; y al respecto, a lo largo de la historia del pensamiento humano, se han dado tres respuestas a la definición del concepto de libertad. En los tres casos, y difícilmente podría haber sido de otra forma, se reconoce la conciencia de la necesidad causal o determinante en la conducta humana, pero en los tres casos se ofrece una solución distinta.

En el primer caso se plantea un determinismo absoluto, por esa coactiva causalidad absoluta no puede hablarse de libertad, y por lo tanto, de responsabilidad moral. En ello, el acto aparentemente "libre", no es sino el efecto de una causa y no de una libre voluntad, y en ese sentido, el ser humano es sólo un instrumento posible en la realización del efecto. Ese determinismo absoluto queda dado, por ejemplo, en la predestinación de Dios.

Se hace interesante destacar el hecho de que esta posición, muy propia a su vez del mecanicismo materialista del siglo XVIII, es coincidente con la concepción teológica de la libertad como atributo exclusivo de Dios (único verdaderamente libre), el cual es causa, en tanto ha predestinado la vida de los sujetos. En este ámbito, a ello se le contrapone la idea del "libre albedrío", que nos devuelve a uno de los casos de la definición científica, y precisamente al segundo de ellas.

El segundo caso se plantea en el libertarismo (la doctrina de la plena libertad): ser libre, significa decidir y obrar de manera plenamente conforme a nuestra voluntad (o, teológicamente, lo que se llama en el "libre albedrío" o plena libertad de elección). Aquí, evidentemente, se anula la causalidad o determinación, por lo menos en el ámbito de la moral. El libertarismo, en última instancia, es autodeterminativo, es decir, donde el sujeto es su propia causa y causa única ajena a toda determinación exterior posible.

Pero, toda vez que existe una condición determinativa, se da en ello una condición de necesidad. Pretender que ni el sujeto sea causa de su decisión, sólo conduce al absurdo.

No hay, pues, manera de eludir la determinación, y con ello la condición de necesidad. De ello se sigue un tercer caso, en el cual se reconoce simultáneamente tanto la libertad como la necesidad, que negándose mutuamente como se ha visto en los casos anteriores, esa negación o contradicción, sólo puede tener solución en la dialéctica.

Así, el tercer caso es el de la dialéctica de la libertad y la necesidad, como dos opuestos no-antagónicos, sino de cuya síntesis lógica en la que no se prescinde ni de lo uno ni de lo otro, sino que en su conjugación se da la solución.

Dicha definición pasó por tres momentos históricos de abstracción y generalización teórica. El primero de ellos correspondió a B. Spinoza, que viendo al ser humano como parte de la naturaleza, ésta ha de ser condición de necesidad. Luego, para Spinoza, ser libre, es tener conciencia de la necesidad, esto es, de que obligadamente estamos sujetos a algo que una vez tenemos conciencia de ello, ello mismo nos libera. La limitación en la definición de Spinoza, es que por más que el esclavo haga conciencia de la necesidad, ello por si sólo no lo libera.

El segundo momento histórico de abstracción y generalización vino con Hegel, que retoma a Spinoza, pero poniendo a la libertad en relación con la historia. El conocimiento de la necesidad depende de la época histórica, y en consonancia con ello, la libertad es histórica. Más allá de esa diferencia entre Spinoza y Hegel, Adolfo Sánchez Vázquez hace ver que entre ambos hay un punto en común: ambos son sólo planteamientos teóricos.

Y en este punto se da un tercer momento histórico de abstracción y generalización en los conceptos de libertad y necesidad, ahora, con Marx y Engels. Estos retoman a Spinoza y Hegel: la libertad es, pues, conciencia histórica de la necesidad; pero donde el esclavo, inmerso en la pura teoría, deja de permanecer en una esclavitud consciente.

"La libertad -apunta Adolfo Sánchez Vázquez- entraña un poder, un dominio del hombre sobre la naturaleza y, a su vez, sobre su propia naturaleza"[1]. Ello implica la capacidad práctica de transformación del mundo sobre la base de su interpretación científica. De ahí la importancia del trabajo productivo; esto es, donde la tesis de la libertad, antes que excluir a la antítesis de la necesidad, la supone obligadamente. La revolución social (práctica histórico-social siempre), al final, se constituye como síntesis de esa tesis-antítesis, en donde se consuma la libertad en un grado nuevo y superior.

La libertad, pues, es hacer conciencia de aquello que nos obliga a lo que estamos obligados ineludiblemente en cada momento histórico en un proceso de transformación de la realidad. En ese sentido, la libertad ha de ser conciencia misma de la esclavitud (cualquiera que sea la forma en que esta se dé), no eludiéndola, no pretendiendo -ofendidos en nuestra condición de esclavitud- hacer abstracción de ella, sino, por lo contrario, asumiéndola y haciéndola conscientemente, con conocimiento de causa, objeto de transformación.

11 LO ÉTICO-ESTÉTICO EN LAS DETERMINANTES SOCIALES.

La Ética, la teoría de la moral o teoría de ese tipo de conducta humana obligada y debida, constituye en sí mismo en un juicio de valoración moral; pero, como hemos visto, en tanto la conducta moral ha de ser con plena conciencia, hasta el punto del fundamento científico, de los actos, ello implica, además, un juicio intelectivo de certidumbre. Pero el acto moral, sin embargo, implica algo más; de un orden muy sutil: el juicio de apreciación estética.

En este artículo analizaremos las determinantes sociales de esa apreciación ético-estética en las relaciones humanas, que expresan el más elevado juicio de valoración, y, en ese sentido, ya no sólo del valor moral como un satisfactor social abstracto en el que, juzgándose bueno o malo, ello aún, moralmente por sí solo, conserva un dejo de mezquindad en tanto que siendo bueno o positivo para la sociedad, ello es porque, o no le afecta, o, en su caso, esa afección es positiva; es decir, que se valora con un cierto interés, si bien enteramente legítimo dado que partimos del postulado de que es la realidad social lo que norma.

La Estética se refiere a la ciencia acerca de lo bello y el arte; es decir, elabora la teoría de lo bello (no de qué cosa es bella), y la teoría acerca del arte como acto de la capacidad creativa humana. El arte es pues, no sólo el acto creativo de lo bello (de lo que es armónico y proporcionado en todos sus aspectos), sino el acto creativo que nos embellece a nosotros mismos, a nuestra espiritualidad humana, y que nos perfecciona.

Es a través del arte y sus cualidades de lo bello, que aquel que lo elabora se reconoce a sí mismo en su obra, y tanto más aún, reconociéndose perfeccionado. Otro tanto ocurre ene l trabajo productivo, en donde el obrero se reconoce a sí mismo en el producto de su trabajo, el cual lo ennoblece y dignifica.

Pero cuando el ser humano es capaz de reconocer en el otro no sólo a su semejante, sino a sí mismo, y más aún a sí mismo perfeccionado, ese otro se transforma en su alter ego, en su "otro yo", y el juicio de valoración moral, se complementa en su caracterización al aplicar el juicio de valoración estética.

El juicio de valoración estética tiene, a su vez, sus propios conceptos esenciales (o categorías propias), mediante las cuales se hace posible esa apreciación sensible de lo bello. Así, al apreciar lo bello de algo, ello ocurre sin juicio intelectivo alguno; lo que expresa, por demás, el carácter objetivo de aquello que hace bello a ese algo; pero para emitir el juicio de valoración estética se hace necesario definir el objeto de lo bello por su carácter, gracioso o grotesco, o bien cómico o trágico; sublime o despreciable; soberbio o carente; armonioso o monstruoso; simétrico o asimétrico; isotrópico o anisotrópico; homogéneo o heterogéneo; uniforme o disforme; con contenido concreto o de forma abstracta, etc; apreciando ello tanto en su forma como en su contenido.

Así, lo que finalmente despoja a esa valoración moral de todo viso de interés por más abstracto que sea, es precisamente el agregado del juicio de valor estético; ese en el cual lo socialmente satisfactorio como positivo, lo bueno, es, por decirlo de momento así, la proyección de uno mismo. Ya no será lo bueno o lo malo del otro que socialmente nos afecta positiva o negativamente, sino lo bueno o lo malo de nosotros mismos reconociéndonos en el otro, proyectados en nuestro alter ego, ya negados o ya realizados en el otro. Ya no sólo será la valoración positiva o negativa del acto moral del otro, sino, además, el placer estético, en su caso, de su acto moral, y en ello, el exquisito deleite espiritual que nos recrea (literalmente dicho, que nos "vuelve a crear") socialmente, haciendo nuestra armonía en la humanización mutua.

Lo estético tiene por esencia el arte, la capacidad creadora humana en lo bello, en lo armónico en lo estilizado y proporcionado. Así, cuando el juicio de valoración estética se vincula a la valoración moral, lo bueno o lo malo simple que está en el acto moral del otro y de su entera responsabilidad en interés de la sociedad, se convierte en lo bueno o lo malo, producto de la vida social misma, y, en ese sentido, en el más profundo acto de conciencia social. El responsable del acto moral seguirá siendo el otro, pero ese otro ya no será un ajeno, sino -hemos dicho- un alter ego, un "otro yo", alguien producto de la sociedad, alguien creado por esa sociedad de la que yo mismo forma parte, y, en consecuencia, que me hace corresponsable del acto moral.

Sentir la satisfacción por lo bueno, implicará, además, la admiración por lo positivo que ennoblece y dignifica a la sociedad humana, y, por lo tanto, que la humaniza. Por lo contrario, sentir la reprobación por lo malo, será nuestra propia negación ante aquello que nos envilece y nos despoja de nuestra propia condición humana.

Hay, en la redacción anterior, un cierto dejo de lo que habrá de ser a futuro; y ello es así, porque en la sociedad capitalista actual, del culto al relativismo extremo, al individualismo y a la mezquina propiedad, de explotación y abuso del uno por el otro, es del todo imposible aplicar el juicio de valoración estética en la relación moral. De ahí que en la sociedad capitalista actual, la moral tiende a quedar vinculada, más que al juicio de valoración estética de mi alter ego, al juicio legal de orden jurídico que se ejerce sobre el otro que obra mal.

Lo ético-estético es pues, el juicio más elevado de la sociedad acerca de sí misma; pero ese juicio requiere de otra condición de necesidad muy distinta a las actuales: requiere de las condiciones objetivas y concretas de un nuevo orden social de una sociedad superior en la que puedan manifestarse libremente las capacidades creadoras de la sociedad consigo misma. Hasta entonces, la valoración ético-estética no sólo se ha de reducir a lo íntimo de las capacidades individuales, sino que quedará reducida a su vez, a su mera expresión como satisfactor social con un cierto carácter utilitario, dado en la valoración uso. En la sociedad capitalista, mi pobre condición humana, no es sino un pálido reflejo de la depauperada condición humana de mi alter ego reducido a ser el otro (una alteridad simple), que moralmente me corresponde (y en lo satisfactorio de mi íntimo deleite subjetivo), en calidad de valor de uso en lo humano, pobremente realizado.

La burguesía, por su propia naturaleza abusiva y egoísta, no está en capacidad de expresar ninguna relación moral más elevada (no más que la que logró hasta el siglo XVIII). Sólo aquel que ha sido despojado de todo, incluso hasta de su propia condición humana, el proletario, está en capacidad de expresar en todo su potencial y plenitud una relación moral más elevada. Por ello, la valoración ético-estética es propia del reino de la sociedad proletaria, y es la realización misma de ella. Ello constituye la esencia de la llamada "moral comunista", la moral de esa sociedad superior (hoy, apenas vagamente manifiesta en la expresión de los valores de la clases social proletaria; pero, como diría Engels, por lo que esa clase social proletaria históricamente es; sin confundir a la misma con sus muestras concretas actuales deshumanizadas por el capital).

Hemos visto que la estética es, en su esencia, la capacidad humana de reconocerse a sí mismo en su obra y de verse en ella perfeccionado. El ser humano ha evolucionado de su existencia como un grupo símido antropomorfo, a las distintas especies de homínidos, y entre ellos, a aquel del cual ha devenido nuestra sociedad actual. El ser humano, desde siempre, ha nacido en sociedad; así sea que esa sociedad haya sido la de los pequeños o grandes grupos tribales de simios; es por ello, como lo dijeran Marx y Engels, que el ser humano es un ser social por excelencia. Más aún, el ser humano se hace un ser humano, no sólo por nacer en sociedad, sino porque es la sociedad la que lo crea como un ser humano. El ser humano, fuera de la sociedad, dependiente por entero de sí mismo y de la naturaleza, se animaliza, pierde su condición de ser humano, precisamente en la medida que pierde su dependencia a las relaciones humanas (económicas, sociales, políticas, científicas o culturales). Todavía más, la sociedad humana misma también pierde algo de su riqueza dada en la diversidad, con la exclusión de aquel. En esta conclusión de origen estético, es el ser humano el que hace al ser humano, en sociedad.

Expongamos algo que, por su naturaleza, parecerá una digresión, pero que, al final, adquirirá pleno sentido afín a este análisis de la esencia de la relación ético-estética en las determinantes individuales humanas; y ello es esa discusión teologal en la mitología hebrea, acerca de la creación divina del ser humano.

Según tales consideraciones, Dios tomó arcilla de la tierra, el humus (de donde el concepto humano), y, cual artesano en una labor estética escultórica, creó al ser humano. Sin tal acto, hoy no estaríamos pensando a Dios, ni Dios, como lo hemos dicho en las primeras líneas de este artículo, se reconocería a sí mismo en aquello creado a su imagen y semejanza, capaz, en consecuencia, de pensarlo.

Pero ahora, ya como ese par de Adán y Eva, simbolización de la humanidad, ingenua y absolutamente dependiente de las reglas del Paraíso, es como un animal más de esa naturaleza, sin mayores necesidades, ni de esfuerzo físico ni de pensamiento, para frustración de su creador, pues su creatura no despliega todo el potencial que debe reflejar lo que Dios quiere ver de sí mismo en él, hasta su propia perfección, que para eso lo creó (esa es, hemos visto, la razón de la estética en el arte). Y entonces, "los condena" a hacerse seres humanos: habrá de trabajar y pensar por sí mismo; dejará de imitar a la naturaleza, para ponerse a construir ahí donde la naturaleza dejó de hacer lo que esté en su cabeza, en su pensamiento; hasta tal punto, que producto de su ingenio, ya no sólo construirá donde no había, sino que ahora creará lo que no existía, creará lo que Dios no hizo, se convertirá en un demiurgo..., que, en la conciencia de sus propias capacidades, se atreverá a negar a su propio creador, afirmando que este es sólo producto del pensamiento humano; es decir, que el creador de Dios, es el propio ser humano. Ello, tal osadía, ¿lo hará merecedor del castigo divino? No; por lo contrario, es ahí donde Dios, finalmente, se reconoce a sí mismo plenamente, ese ser humano ha quedado formado finalmente a su misma imagen y semejanza; ese ser humano independiente, cuasiomnipotente y ateo, expresa en sí mismo lo que Dios es, y es Dios mismo perfeccionado.

Así, en esa figura alegórica, Dios y el ser humano (tesis y antítesis), forman dialécticamente una indisoluble unidad de contrarios no-antagónicos, es decir, no en donde un opuesto, para ser, ha de excluir al otro, sino por lo contrario, en donde un opuesto, para existir, para ser, ha de presuponer la existencia y ser del otro; y más aún, en tal dependencia mutua, que para ser, ambos tienen que entregarse el uno en el otro (en la síntesis), para reconocerse a sí mismos, incluso, perfeccionados. El uno para el otro, representan una condición de necesidad (eso objetivo y concreto que coarta la libertad plena de cada uno por separado, y que va cambiando progresivamente en la historia, en la transformación que el ser humano hace de sí mismo en sociedad), por cuya consciencia mutua y recíproca, se otorgan mutua y recíprocamente la libertad en tanto luchan por transformar las condiciones de necesidad que les limitan (de ahí que Dos "abandone" al ser humano reconociendo su divinidad, y éste a su vez lo niegue como un ente real en un mundo sobrenatural, por supuesto, igualmente real; pero que acabe reconociendo la magnificencia de lo divino en lo valioso del concepto de "Dios" como aporte de la cultura, y aquello a lo que aspira en lo individual (tal como las utopías son su aspiración ideal en lo social).

Tal discusión teologal en función de la estética, nos permitirá ahora entender las relaciones ético-estéticas en sus determinantes individuales, y, principalmente, en aquella relación individual esencial. La relación natural, mujer-hombre.

Súplase en la contradicción "Dios-Ser Humano", en el orden que sea, dialécticamente será ello alternante, los opuestos "mujer-hombre". Ya sea la mujer representada en Dios, ya en el Ser Humano en ese pasaje mítico; o bien ya sea él representado en Dios o en el Ser Humano -el lugar que se ocupe es irrelevante dado que la esencia del problema está en que uno es en el otro-; el otro no es más que el reconocimiento perfeccionado de uno mismo. Y la solución para la esencia moral de su libertad mutua, radica en su lucha por romper y superar históricamente las condiciones de necesidad que les limitan; esto es, esa forma de ser el uno para el otro en una entrega obligada para reconocerse perfeccionados, mutua y recíprocamente, en su propio ser, en el ser del otro.

Resulta evidente que en tal contradicción dialéctica, por la propia naturaleza de ésta, hay una negación mutua y recíproca de los opuestos; pero no siendo ninguna negación antagónica, excluyente un opuesto del otro, su solución necesaria se da en la síntesis, en donde uno se funde en el otro formando un tercer ser nuevo y diferente: la creación del ser humano dado en ellos mismos en el proceso de su humanización; y en donde los hijos en que se reproducen, a los que cuidan y educan, son el símbolo de tal síntesis lógica.

Así, la humanización plena, estará en la entrega plena, absoluta e incondicional, del propio ser, en el ser del otro; el otro, ahora ya no sólo ha de ser el alter ego, no simplemente "otro yo", sino "yo mismo" en ese otro ser. Esta profunda unión mujer-hombre, expuesta así, implica una de las más difíciles luchas para superar las condiciones de necesidad, entre ellas, lo que uno significa en la negación del otro; pero la superación de esa lucha, es, precisamente, lo que les otorga la mutua y recíproca libertad.

Paradójicamente así, cuando una unión mujer-hombre fracasa, se condena a lo opuesto a la libertad: a la esclavitud eterna. Pero hemos antepuesto el concepto de, "paradójicamente" (es decir, como una contrariedad del sentido común), porque, si bien se ve, antes hemos hablado de la humanización plena como la entrega plena. Y qué es la "entrega plena", si no eso terrible denominado "esclavitud". Con la diferencia, en este caso, de que no se habla de la esclavitud impuesta por el otro en contra de nuestra voluntad, sino, por lo contrario, de una esclavitud por propia voluntad: ella es, precisamente, la conciencia de la necesidad; la conciencia de lo que es obligado para que, luchando por superarla, no se convierta en esclavitud real, contra la propia voluntad, sino se convierta en humanización plena. De ello se sigue, dicho con ese término, que la mujer ha de entregarse al hombre por propia voluntad en su esclavitud plena, absoluta e incondicional; pero no más, no menos, que el hombre, mutua y recíprocamente, habrá de hacer exactamente lo equivalente: entregarse a la mujer por propia voluntad en su esclavitud plena, absoluta e incondicional. La paradoja está en que, esa esclavitud mutua y recíproca de sus seres, haciendo su humanización en dramática lucha por superar la adversidad, les otorga simultánea, mutua y recíprocamente, su simultánea, mutua y recíproca libertad.

Por lo demás, es a esa entrega en esclavitud por propia voluntad, a lo que se le conoce como, el amor.

12 LA METAÉTICA.

Terminamos este breve esquema general de la Ética, refiriéndonos en su último capítulo, a aquellos problemas de la moral que aún, en la segunda década del siglo XXI son motivo de duda acerca de si en el acto moral que representan, son buenos o malos, si hay en ellos lo positivo o lo negativo. Y la duda radica en la magnitud de sus implicaciones teleológicas, pues un común denominador en todos estos casos, es la vida humana misma.

La metaética se refiere, pues, a aquellos problemas de orden moral que están en el límite, e incluso más allá, de una solución clara; no por lo abrumador que puedan ser en un momento dado ciertos prejuicios sociales, sino simplemente por los elementos teóricos aún limitados de disponer la ética contemporánea. Ejemplo de ello, en un cierto orden convencional ascendente en su dificultad, son: 1) la legalización de las relaciones homosexuales; 2) la legalidad del aborto; 3) la legalización de la droga; 4) la eutanasia; 5) la equiparación de culturas; 6) la manipulación genética; 7) la clonación; y 8) el suicidio.

Todos estos problemas tienen que ver con las normas y costumbres de la sociedad y su cultura, su sola existencia afecta a la vida social, la perturba; pone en duda el deber ser de su acto moral, en a medida de que el mismo se convierte en derecho moral de otros; legítimo a la vista de todos en nombre de ese derecho moral del otro, pero sancionable por sus implicaciones teleológicas, no sólo de forma moral, sino incluso legalmente.

El problema que de fondo se debate en la respuesta a estos problemas (y otros más de semejante índole), es el si el reconocimiento moral de los mismos significa progreso moral de la sociedad, o si son indicativos de la descomposición social.

Como lo hemos estudiado, tales problemas no pueden resolverse al margen de sus determinantes sociales, de las condiciones económico-políticas de la sociedad, e incluso de sus posiciones ideológicas en la interpretación del mundo, es decir, incluso en función de ciertas determinantes filosóficas; pero tampoco podemos resolverlos al margen de das determinantes individuales, en tanto que ellas afectan, más o menos, profundamente a los individuos involucrados en el acto moral.

La solución correcta de estos problemas, se complica todavía más, no sólo porque se traducen en asuntos que se dirimen políticamente, sino en tanto que en ello opinan todas las partes, pero en donde no se deja escuchar -quizá incluso porque hoy en día ni siquiera existe- el especialista en Ética. A éste lo suple vagamente una opinión moral progresista, la más de las veces de falsa liberalidad de unos, frente a la opinión de una moral conservadora y prejuiciada de otros. Esto es que, en su discusión, no se emite una lógica sólida y consistente del juicio de valoración moral, que no únicamente implique de manera necesaria el juicio intelectivo de certidumbre científica, sino el juicio de valoración estética, en los rigurosos términos de conciliar con las condiciones de necesidad explicándonos históricamente la forma en que se afecta el proceso de transformación social que realmente implica el progreso moral de la sociedad, frente a una reducción, la más de las veces snobista y libertarista, de opiniones "liberales desprejuiciadas" y "fundadas en los derechos humanos"; que en el fondo, en ese contexto económico-político e ideológico, no son, en realidad, más que posiciones conservaduristas revestidas, simuladoras de un pensamiento avanzado, que inconscientemente, en la lógica del desarrollo de la sociedad capitalista, conduce al acrecentamiento de la descomposición social de la que de inmediato se espantan.

La afectación a la sociedad de dichos problemas es tal, que sentimientos aletargados se concitan, despertándose viva y violentamente: prolifera, en el uso de un no muy adecuado término, la llamada homofobia; se condena con los más graves cargos de conciencia a la mujer que aborta; se esgrimen dudosos argumentos económicos y políticos, para inducir la legalización de la droga, y en ello se omite toda razón moral; se hacen vivos pronunciamientos políticos por el derecho de nacer, pero, a la vez, se coarta con la misma moralina al individuo en su derecho de una voluntaria muerte digna; se condena mutuamente la condición la mujer (unos por exceso de sometimiento, y otros por una liberalidad que raya en la prostitución), entre los pueblos musulmanes y cristianos, pero no se consideran las determinantes culturales, y esas condiciones de necesidad a superar históricamente en una larga lucha de la humanidad en su conjunto; se contempla atónitos los beneficiosos avances de la ciencia en la manipulación genética, pero se despiertan las más terroríficas sospechas que generan incluso un sentir y natural pronunciamiento en contra de la ciencia en general; y ello converge precisamente en la capacidad de clonación de los seres humanos mismos, en donde se llega a límite de la consideración misma del ser humano como ser humano; y se condena ferozmente el autoatentado a la vida, a la vez que con ello se coarta el sentimiento de honor y dignidad de la persona sobre sí misma.

De todo ello se concluye que los problemas de la metaética deben tener como necesaria condición en su análisis, la capacidad de abstracción para concebir la sociedad en un próximo futuro; pero no para imaginar lo que la sociedad será como consecuencia de las implicaciones a la solución de tales problemas en uno u otro sentido; sino, inversamente, imaginar la sociedad deseable, y en función de ello determinar sobre las implicaciones positivas o negativas de los problemas metaéticos.

Más aún, no sólo imaginar la sociedad deseable en forma de una utopía, evidente y necesariamente, de una sociedad en la que reinan los mejores y más elevados valores morales, que ello será de fundamental necesidad (absurdo resulta imaginar una sociedad futura en la que reina la proyección de los mismos valores de la sociedad actual); sino imaginar la sociedad en términos de su necesario desarrollo económico-político, que implica el juicio intelectivo de certidumbre, y los valores más elevados que serán el fundamento moral de esa sociedad, que plenamente humana, hará más por su humanización, incluyendo el juicio de valoración estética.

© 2016 Agencia WEBX. P° de la Castellana 79, Madrid, 28046
Creado con Webnode
¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar